Maria Zambrano "El sueño de la pintura"

 

Irene Rodríguez. Llegando a casa IV. Óleo
 
 
 El sueño de la pintura
 

No deja de producir extrañeza –sobre todo a partir de determina­das rupturas históricas– que la más sensual de las artes sea la más metafísica: la pintura. Por el color, desde luego. Mas no sólo, ya que una escultura coloreada, no hace sino ganar, no en sensualidad, sino en distancia. El color en la escultura es ornamento litúrgico que la convierte o asemeja a un incono, a veces, hasta a una estrella, algo del terrestre firmamento en fin, o en algunos casos, cuando la sangre y las huellas de la fortuna abundan, a una figura escapada de algún rincón de los infiernos del dolor. Porque los cuerpos de la escultura están siempre lejos y el color no hace más que alejarlos más, cualifi­cando su lejanía, determinando el espacio desde el cual se nos hacen visibles. Ellas, las estatuas, pertenecen a un mundo de ultratumba o de ultravida, muy semejante al mundo de las platónicas ideas, y así nuestra participación en ellas, se da a través de un vacío insalva­ble; están como detrás de la muerte, como si la muerte se apartara por un momento para dejárnosla ver. Tocarlas, si el atrevimiento es tanto, es ya el preludio, la anticipación de lo que algún día han de sentir los que pongan pie en algún astro: es, será, asistir a la desapari­ción de una astral figura, objeto adecuado de visión, como si uno se quedara ciego, con una piedra en la mano, a solas.

   Y la extrañeza ante el arte de la pintura se ahonda así, al descubrir que lo pintado y la pintura no son propiamente objeto adecuado de la visión. Que, aun nacida, sin duda, del hambre de ver que el hombre padece congénitamente, no ha tenido nunca esa pureza, que la visión pura se ofrece como un objeto. Que el secreto, íntimo, motivo del pintar no ha sido nunca pintar para ver solamente.

   Hay en la pintura, en el cuadro, por acabado, logrado que esté, un estar siempre haciéndose. Como si la obra de la pintura estuviera menos desprendida de la acción que la produjo que la escultura. Que lo pintado fuese menos independiente, menos objetivo, en menos grado «objeto ideal» o en grado diferente. Pues si logra menor objetividad arrastra mayor carga de alguna otra cosa, de esas que al ser humano le colman y desbordan, y que nunca llegan, ni pueden en principio llegar, a convertirse en objeto.

María Zambrano en 1918
 


Pues que las obras de la escultura forman como un nudo de cuerpos celestes –piedras llovidas de los cielos– o salidas de los infiernos, petrificados momentos en que el dolor hace imposible que el vivir prosiga: seres condenados o salvados indefinidamente.

   Las obras de la pintura en cambio, no están, lo que se dice estar, nunca del todo. Van como en un río, transcurren, pasan, suceden. Su lugar es el tiempo antes que el espacio del que no pueden pasarse sin duda. Ocupan el espacio, las obras de pintura, abriendo otro en que lo pintado tiembla, se adelanta y se adentra, amenazando abis­marse. Y se ensimisma, a veces, como ajeno y aun reacio a la visión.

   La pintura es suceso, un íntimo suceso que se manifiesta, claro, en formas y figuras, cualesquiera que sean representativas o no, «figurati­vas» o no. Un cuadro muestra un suceso que le ha sucedido a alguien y que le sucede a quien lo mira. La pintura no plantea, como la escul­tura, el problema de la participación, pues que se da inmediatamente, como lo que sucede y luego, puede suceder y debe, que de tal suceso se saque o exprima un tanto de contemplación, signo de la madurez y cumplimiento del suceso pintado y de la pintura misma.

   Un suceso en la intimidad, un misterio. Un sueño; un sueño que abrazaría la pintura toda.

   Nace la pintura, como es sabido, en las cavernas para apresar mági­camente algo que huye y se escapa, las almas de los vivientes codi­ciados. Fuera la caza o cualquier otra forma de apropiación el ansia que acuciaba a aquellos «pintores» –a aquella sociedad más bien– se trataba de arrancarle el alma a aquellos seres y tenerla ni viva ni muerta: viva, más desprendida y apresada. El alma, el alma que es el «ser» para aquel que todavía no ha hecho filosofía, y para el que sueña. Estar ante las pinturas de las cavernas es soñar, estar soñando, lo mismo que ante Las Meninas de Velázquez.

   Un sueño la pintura; un sueño simplemente no. Un sueño realizado, es decir, un sueño que ha entrado en realidad, quizá por su verdad, pues que todos los sueños no pueden, ni siquiera a través de la pin­tura, entrar a formar parte de la realidad, de esa extraña realidad que es el arte.

   Del sueño tiene su nacimiento. Pues que la pintura ha nacido, como es sabido, en las cavernas, en la perenne noche, a la desigual luz que es el resplandor del fuego, leve materia como la de los sueños adhe­rida a una roca desnuda, resistencia de la materia prima del planeta, su primero y perenne telón de fondo. Para albergar su nacimiento fue necesario que se abriera el hueco, la entraña oscura de la tierra, o que un alto muro se alzase; una pared lisa, el fondo. No habrá pintura sin él; por reducida que esté la superficie, por remitida a la superficie que esté, será percibida siempre adherida a un muro, a un fondo, sino encerrada en una caverna. Guardada en ella, como un secreto sorprendido o como un misterio que se deja ver.


   No contradice la íntima ley de la pintura, esas pinturas descubiertas en las tumbas del antiguo Egipto, selladas, defendidas. Al contrario, hacen sentir que sean el núcleo íntimo, el corazón de la pintura. Y que el hecho adventicio sea el de pintar para que se vea, para que lo vea cualquier ojo. Lo que se debe, a esa especie de laización de lo sagrado que necesariamente ha ido dando todos los secretos, todos los secretos a la mirada de todos los hombres, al menos en potencia. Sólo en los momentos de «Aufklerung», de «iluminismo» o ilustración, se ha pintado así, cuadros para que lleguen a todas las manos, a no importa qué manos. Y en la época contemporánea, es uno de los signos de la efectiva democratización del mundo.

   Pues de este caso extremo de la pintura pura de las tumbas egipcias no se fue sin más a la sin destinación determinada. Tras del bre­ve momento de la Grecia de Pericles y de la helenística, se volvió a pintar para templos, para algún palacio, para alguien por algún motivo. La pintura era un mensaje ante todo: de devoción, de amor, a veces de conocimiento. En una imagen sagrada, en un voto, un retrato de alguien cuyo rostro había de quedar para siempre o el de una persona que se hacía conocer así a otra. Un cuadro era oración, o una prenda, de amor, de esperanza, o un premio de inmortalidad, es decir: un sueño que tomaba cuerpo y realidad.

Un sueño, un cierto tipo de sueño: un designio, un sueño mensaje­ro, o un sueño en que se cumple o se busca que se cumpla un desig­nio. Oración, voto, prenda, promesa, empeño. La materia fluida de la esperanza y del amor, a veces también del simple deseo, recibida en la firme, resistente materia de la voluntad que resiste al tiempo, del querer que traspasa el tiempo y sueña, ella, a su vez, anularlo.

   Y así la pintura será como un instante vivo, viviente de tiempo entre dos sueños: aquel que nace y el otro, el de la tenaz voluntad de figu­rar, de fugarse por todos los tiempos, pasando a través de ellos.

   Bien es verdad que esto parecía decirse en esencia de todas las artes, que todas, las de la palabra incluida, se den entre estos dos sueños y los cumplan con el poco tiempo que consigo llevan –que lo cum­plan relativamente–. Mas en el arte de la pintura aparece con mayor propiedad esta condición, porque su contenido son fantasmas, fan­tasmas como los de los sueños. Que la pintura sea el sueño mismo que al fin se ha abierto al cauce más adecuado a su fluir. Que haya encontrado el cuerpo apenas menos impalpable que el suyo, fantas­mal, para formar parte de lo real.

   Pues que los sueños, cierta esencia, necesita salvarse. Y un sueño salvado es un sueño visible, sí, mas si lo es como resultado de haber entrado en el mundo de la realidad, que es el del tiempo; por haber sido salvado por el tiempo. Que el tiempo es salvador.

 (Este artículo fue redactado para la revista puertorriqueña Semana, sin llegar a ser publicado. Apareció en Diario 16, 20 de julio de 1989.)

 

María Zambrano 1904 - 1991

 

 

 

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