Francisco González Ledesma "La memoria del llanto"
Perdonen si
empiezo con una confidencia personal: yo, que soy contrario a los toros,
entiendo de toros. Durante años, cuando me recogieron en Zaragoza durante la
posguerra, traté casi diariamente con don Celestino Martín, que era el
empresario de la plaza. Eso me permitió conocer a los grandes de la época:
Jaime Noain, El Estudiante, Rafaelillo, Nicanor Villalta. Me permitió conocer
también, a mi pesar, el mundo del toro: las palizas con sacos de arena al
animal prisionero para quebrantarlo, los largos ayunos sustituidos poco antes
de la fiesta por una comida excesiva para que el toro se sintiera cansado, la
técnica de hacerle dar con la capa varias vueltas al ruedo para agotarlo... Si
algún lector va a la plaza, le ruego observe el agotamiento del animal y cómo
respira. Y eso antes de empezar.
Vi las puyas,
las tuve en la mano, las sentí. El que pague por ver cómo a un ser vivo y noble
le clavan eso debería pedir perdón a su conciencia y pedir perdón a Dios.
¿Quién es capaz de decir que eso no destroza? ¿Quién es capaz de decir que eso
no causa dolor? Pero, claro, el torero, es decir, el artista necesita
protegerse. La pica le rompe al toro los músculos del cuello, y a partir de
entonces el animal no puede girar la cabeza y sólo logra embestir de frente. Así
el famoso sabe por dónde van a pasar los cuernos y arrimarse después como un
héroe, manchándose con la sangre del lomo del animal a mayor gloria de su
valentía y su arte.
Me di cuenta, en
mi ingenuidad de muchacho (los ingenuos ven la verdad), de que el toro era el
único inocente que había en la plaza, que sólo buscaba una salida al ruedo del
suplicio, tanto que a veces, en su desesperación, se lanzaba al tendido. Lo vi
sufrir estocadas y estocadas, porque casi nunca se le mata a la primera, y ha
quedado en mi memoria un pobre toro gimiendo en el centro de la plaza, con el
estoque a medio clavar, pidiendo una piedad inútil. ¡El animal estaba pidiendo
piedad...! Eso ha quedado en la memoria secreta que todos tenemos, mi memoria
del llanto.
Y en esa memoria
del llanto está el horror de las banderillas negras. A un pobre animal manso le
clavaron esas varas con explosivos que le hacían saltar a pedazos la carne. Y
la gente pagaba por verlo.
El que acude a
la plaza debería hacer uso de ese sentido de la igualdad que todos tenemos y
darse cuenta de que va a ver un juego de muerte y tortura con un solo perdedor:
el animal. El peligro del toreo, además de inmoral como espectáculo, es
efectista, y si no lo fuera, si encima pagáramos para ver morir a un hombre,
faltarían manos y leyes para prohibir la fiesta.
Gente docta me
dice: te equivocas. Esto es una tradición. Cierto. Pero gente docta me
recuerda: teníamos la tradición de quemar vivos a los herejes en la plaza
pública, la de ejecutar a garrote ante toda una ciudad, la de la esclavitud, la
de la educación a palos. Todas esas tradiciones las hemos ido eliminando a base
de leyes, cultura y valores humanos. ¿No habrá una ley para prohibir esa última
tortura, por la cual además pagamos?
Perdonen a este
viejo periodista que aún sabe mirar a los ojos de un animal y no ha perdido la
memoria del llanto.
Fuente: EL PAÍS; 04/03/2010
Francisco González Ledesma 1927 - 2015
Todo nuestro agradecimiento a Rub Con
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