ANTONIO MACHADO "LOS MILICIANOS DE 1936"

ANTONIO MACHADO
LOS MILICIANOS DE 1936
Después de
puesta su vida tantas veces por su ley al tablero...
I
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don
Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando, diarios y revistas, los retratos de
nuestros milicianos? Tal vez será, porque estos hombres, no precisamente , sino
pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada
o absorta en lo invisible, de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su
vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por
una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen
capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando una gran ciudad –como Madrid en
estos días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en
ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita
desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya
o se esconda, sino que desaparece – literalmente–, se borra, lo borra la
tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de
Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre
varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede
observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene
que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
III
Entre nosotros, españoles, nada señoritos
por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede
encontrarse acaso en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y
–digámoslo con orgullo—perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva
implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más
de superficie –signos de clase, hábitos o indumentos– a los valores propiamente
dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar
–jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la
conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme y la ética popular.
«Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de
modestia y de orgullo! Si, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado
aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y
de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque –y éste es el más hondo sentido de
la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el
valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha
despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el Señor, por obra de una
hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a
romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña
Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con
tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero,
que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de
hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al
fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta
inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos;
aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia
encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la
lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría,
mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquellos tiempos.
V
No faltará quien piense que las sombras de
los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan
hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo
tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma,
que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el
Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo,
triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma
divinidad.
Antonio Machado (1875-1939)
Hora de España nº 8. Agosto de
1937
Fotografía: Robert Capa. Miliciano. Agosto 1936
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