María Zambrano "Claros del bosque" (2)



Alguna figura en esta lejanía anda a punto de mostrarse al borde de la corporeidad, o más bien más allá de ella, sin ser un esquema ni un simple signo. Figuras que la visión apetece en su ceguera nunca vencida por la visión de una figura luminosa ni por esplendor alguno. Algún animal sin fábula mira desde esta lejanía. Algún jirón se desprende de una blancura no vista, algo, algo que no es signo. Nada es signo, como si se vislumbrase un reino donde lo que significa y lo significado fuera uno y lo mismo, donde el amor no tiene que ser sostenido ni la naturaleza ande como oveja perdida o sorprendida que se aparece y se esconde. Y la luz no se refleja ni se curva ni se extiende. Y el tiempo sin derrota no transcurre, allá lejos donde se enuncia el centro al que espejan en instantes los claros de este bosque.
   Y la visión lejana del centro apenas visible, y la visión que los claros del bosque ofrecen, parecen prometer, más que una visión nueva, un medio de visibilidad donde la imagen sea real y el pensamiento y el sentir se identifiquen sin que sea a costa de que se pierdan el uno en el otro o de que se anulen.
   Una visibilidad nueva, lugar de conocimiento y de vida sin distinción, parece que sea el imán que haya conducido todo este recorrer análogamente a un método de pensamiento.
   Todo método salta como un «Incipit vita nova» que se nos tiende con su inajenable alegría. Se oye el alleluia en el Discurso cartesiano. El resonar del voto aceptado al descubrir la «Clarté» a la oscura sacra Madona de Loreto. Mas lo que se vislumbra, se entrevé o está a punto de verse, y aun lo que llega a verse, se da aquí en la discontinuidad. Lo que se presenta de inmediato se enciende y se desvanece o cesa. Mas no por ello pasa simplemente sin dejar huella. Y lo entrevisto puede encontrar su figura, y lo fragmentario quedarse así como nota de un orden remoto que nos tiende una órbita. Una órbita que menos aún que ser recorrida puede ser vista. Una órbita que solamente se manifiesta a los que fían en la pasividad del entendimiento aceptando la irremediable discontinuidad a cambio de la inmediatez del conocimiento pasivo con su consiguiente y continuo padecer.
   Todo método es un «Incipit vita nova» que pretende estilizarse. Lo propio del método es la continuidad, de tal manera que no sabe pensar en un método discontinuo. Y como la conciencia es discontinua —todo método es cosa de la conciencia— resulta la disparidad, la no coincidencia del vivir conscientemente y del método que se le propone.
   Surge todo método de un instante glorioso de lucidez que está más allá de la conciencia y que la inunda. Ella, la conciencia, queda así vivificada, esclarecida, fecundada en verdad por ese instante. Si el método se refiere tan sólo al Conocimiento objetivo, viene a ser un instrumento, lógico al fin y sin remedio, aunque vaya más allá del «Organon» aristotélico. Y queda entonces como instrumento disponible a toda hora. Mas no a toda hora el pensamiento sigue la lógica formal ni ninguna otra por material que sea. La conciencia se cansa, decae y la vida del hombre, por muy consciente que sea y por muy amante del conocer, no está empleada continuamente en ello. Y queda así desamparado el ser, queda librado a todo lo demás que en sí lleva, y que si ha sido avasallado, amenaza con la rebelión solapada y con la simple y siempre al acecho inercia.
   Y así sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al fin desamparada de la lógica, incapaz de instalarse como en su medio propio en el reino del logos asequible y disponible, daría resultado. Un método surgido de un «Incipit vita nova» total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas por avasalladas desde siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco pretender la continuidad que a la pretensión del método en cuanto tal pertenece. Y arriesga descender tanto que se quede ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan siquiera las zonas desde siempre avasalladas, que no necesariamente han de pertenecer a ese mundo de las profundidades abisales, de los ínferos, que pueden, por el contrario, ser del mundo de arriba, de las profundidades donde se da la claridad. Mas, ¿cómo sostenerse en ella?
   ¿Qué significa en verdad este «Incipit vita nova», que todo método, por estrictamente lógico, instrumental que sea trae consigo? No puede responder más que a la alegría de un ser oculto que comienza a respirar ya vivir, porque al fin ha encontrado el medio adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida. Los ejemplos del método cartesiano, y antes del encuentro de San Agustín con su evidencia, con la verdad que vivifica su corazón —centro de su ser entero— vienen por sí mismos. Y la «Vita Nova» de Dante, enigmático breviario sinuoso, espiral que avanza y retrocede para en un instante recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un instante, de un único instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse salvándose porque sí y, por lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento? Es un centro, pues, que ha sido despertado, centro de la mente tan sólo —si es que los métodos estrictamente filosóficos de Aristóteles y de Cartesio lo son como se suele creer. Y centro del ser cuando el amor entra en juego declaradamente. Y cuando entra en juego, declarado o sin declarar, es lo que decide. Y entonces se arriesga (pues que desde hace siglos, o desde el principio de la cultura llamada de Occidente, la mística está en entredicho) que se piense que ronda la mística o que recae en ella. Y si el veredicto es más leve, que es cosa de poesía, por tanto tal equívoco, que sería el método de un vivir poético. Y nada habría que objetar si por poético se entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la letra, un método
más que de la conciencia, de la criatura, del ser de la criatura que arriesga despertar deslumbrada y aterida al mismo tiempo.
   Y se recorren también los claros del bosque con una cierta analogía a como se han recorrido las aulas. Como los claros, las aulas son lugares vacíos dispuestos a irse llenando sucesivamente, lugares de la voz donde se va a aprender de oído, lo que resulta ser más inmediato que el aprender por letra escrita, a la que inevitablemente hay que restituir acento y voz para que así sintamos que nos está dirigida. Con la palabra escrita tenemos que ir a encontrarnos a la mitad del camino. Y siempre conservará la objetividad y la fijeza inanimada de lo que fue dicho, de lo que ya es por sí y en sí. Mientras que de oído se recibe la palabra o el gemido, el susurrar que nos está destinado. La voz del destino se oye mucho más de lo que la figura del destino se ve. Y así se corre por los claros del bosque análogamente a como se discurre por las aulas, de aula en aula, con avivada atención que por instantes decae —cierto es— y aun desfallece, abriéndose así un claro en la continuidad del pensamiento que se escucha: la palabra perdida que nunca volverá, el sentido de un pensamiento que partió. Y queda también en suspenso la palabra, el discurso que cesa cuando más se esperaba, cuando se estaba al borde de su total comprensión. Y no es posible ir hacia atrás. Discontinuidad irremediable del saber de oído, imagen fiel del vivir mismo, del propio pensamiento, de la discontinua atención, de lo inconcluso de todo sentir y apercibirse, y aun más de toda acción. Y del tiempo mismo que transcurre a saltos, dejando huecos de atemporalidad en oleadas que se extinguen, en instantes como centellas de un incendio lejano. Y de lo que llega falta lo que iba a llegar, y de eso que llegó, lo que sin poderlo evitar se pierde. Y lo que apenas entrevisto o presentido va a esconderse sin que se sepa dónde, ni si alguna vez volverá; ese surco apenas abierto en el aire, ese temblor de algunas hojas, la flecha inapercibida que deja, sin embargo, la huella de su verdad en la herida que abre, la sombra del animal que huye, ciervo quizá también él herido, la llaga que de todo ello queda en el claro del bosque. Y el silencio. Todo ello no conduce a la pregunta clásica que abre el filosofar, la pregunta por «el ser de las cosas» o por «el ser» a solas, sino que irremediablemente hace surgir desde el fondo de esa herida que se abre hacia dentro, hacia el ser mismo, no una pregunta, sino un clamor despertado por aquello invisible que pasa sólo rozando. «¿Adónde te escondiste?...» A los claros del bosque no se va, como en verdad tampoco va a las aulas el buen estudiante, a preguntar.
   Y así, aquel que distraídamente se salió un día de las aulas, acaba encontrándose por puro presentimiento recorriendo bosques de claro en claro tras del maestro que nunca se le dio a ver: el Único, el que pide ser seguido, y luego se esconde detrás de la claridad. Y al perderse en esa búsqueda, puede dársele el que descubra algún secreto lugar en la hondonada que recoja al amor herido, herido siempre, cuando va a recogerse.

Fotografías;
María Zambrano a los 14 años
Agustín Ibarrola. Omako basoa (Bosque de Oma) (1982 - 1985)

Comentarios

Entradas populares de este blog

Fedrico Urales "El nacer de un nuevo mundo"

Vicente Aleixandre, "Oda a los niños de Madrid muertos por la metralla"