María Zambrano "Claros del bosque" (1)
En memoria de Araceli
Quiero manifestar una vez más mi gratitud a la Fundación Fina Gómez —Caracas. París, Ginebra— por su constante colaboración en la posibilidad de este mi escribir.
M. Z.
I
CLAROS DEL BOSQUE
El claro del
bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se
le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso.
Es otro reino que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir
hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no se encuentra nada,
nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo
instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar.
Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni
tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado, prefigurado, consabido. Y la
analogía del claro con el templo puede desviar la atención.
Un templo, mas hecho por sí mismo, por «Él»,
por «Ella» o por «Ello», aunque el hombre con su labor y con su simple paso lo
haya ido abriendo o ensanchando. La humana acción no cuenta, y cuando cuenta da
entonces algo de plaza, no de templo. Un centro en toda su plenitud, por esto
mismo, porque el humano esfuerzo queda borrado, tal como desde siempre se ha
pretendido que suceda en el templo edificado por los hombres a su divinidad,
que parezca hecho por ella misma, y las imágenes de los dioses y seres sobrehumanos
que sean la impronta de esos seres, en los elementos que se conjugan, que juegan
según ese ser divino.
Y queda la nada y el vacío que el claro del
bosque da como respuesta a lo que se busca. Mas si nada se busca, la ofrenda
será imprevisible, ilimitada. Ya que parece que la nada y el vacío —o la nada o
el vacío— hayan de estar presentes o latentes de continuo en la vida humana. Y
para no ser devorado por la nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo,
haya a lo menos que detenerse, quedar en suspenso, en lo negativo del éxtasis. Suspender
la pregunta que creemos constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía,
a la presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma asfixiada por
el preguntar de la conciencia insurgente, a la propia mente a la que no se le
deja tregua para concebir silenciosamente, oscuramente también, sin que la
interruptora pregunte la suma en la mudez de la esclava. Y el temor del éxtasis
que ante la claridad viviente acomete hace huir del claro del bosque a su
visitante, que se torna así intruso. Y si entra como intruso, escucha la voz
del pájaro como reproche y como burla: «me buscabas y ahora, cuando te soy al
fin propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes», o algo por ese
estilo suena en su desigual canto. Y un cierto sosiego puede procurar ese
reproche y esa burla. En la escena de las bodas, único momento en que Dante
encuentra cara a cara a Beatriz, la ve burlarse al modo de una dama sin más,
con sus amigas, de la turbación que el enamorado sin par experimenta al verla
de cerca y al poder servirla inesperadamente. Y huye a la pieza vecina, y el
amigo introductor —guía— le pregunta por la causa de tanta turbación. Io
tenni li piedi en quella parte del avita di la de la quale non si puote ire
piü per
intendimento di
ritornare.
Y aparece luego en el claro del bosque, en
el escondido y en el asequible, pues que ya el temor del éxtasis lo ha igualado,
el temblor del espejo, y en él, el anuncio y el final de la plenitud que no
llegó a darse: la visión adecuada al mirar despierto y dormido al par, la palabra
presentida a lo más. Se muestra ahora el claro como espejo que tiembla,
claridad aleteante que apenas deja dibujarse algo que al par se desdibuja. Y
todo alude, todo es alusión y todo es oblicuo, la luz misma que se manifiesta
como reflejo se da oblicuamente, mas no lisa como espada. Ligeramente se curva
la luz arrastrando consigo al tiempo. Y no se olvidará nunca que la curvatura
de luz y tiempo no es castigo, o que no lo es solamente, sino testimonio y
presencia fragmentada de la redondez del universo y de la vida, y que el temblor
es irisación de la luz que no deja de descender y de curvarse en todo recoveco oscuro,
que se insinúa así, ya que directamente no puede sin violencia arrolladora permitirse
entrar en nuestro último rincón de defensa. Y los colores mismos nacen para hacernos
la luz asequible. Y el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos, abajo
entre lo oscuro y la espesura, creando así un imprevisible claro propicio.
Brillan los colores sosteniéndose hasta el
último instante de un desvanecimiento en el juego del aire con la luz, y del
cielo que apenas perceptiblemente se mueve. Un cielo discontinuo, él mismo un
claro también.
Y los colores sombríos aparecen como
privilegiados lugares de la luz que en ellos se recoge, adentrándose para luego
mostrarse junto con el fuego en la rama dorada que se tiende a la divinidad que
ha huido o que no ha llegado todavía. Y así son breves los detenimientos del
amigo del bosque. Un doble movimiento lo reclama sobreponiéndose: el de ir a
ver y el de llegarse hasta el límite del lugar por dónde la divinidad partió o
la anunciaba. Y luego hay que seguir de claro en claro, de centro en centro,
sin que ninguno de ellos pierda ni desdiga nada. Todo se da inscrito en un
movimiento circular, en círculos que se suceden cada vez más abiertos hasta que
se llega allí donde ya no hay más que horizonte.
(...)
María Zambrano (1904 - 1991)
Claros del bosque (1986)
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