52º día de confinamiento
Rafael Dieste
Acerca de la muerte de Bieito
Fue cerca del
camposanto cuando sentí removerse dentro de la caja al pobre Bieito. (De los
cuatro portadores del ataúd yo era uno). ¿Lo sentí o fue aprensión mía?
Entonces no podría asegurarlo. ¡Fue un rebullir tan suave!… Como la tenaz
carcoma que roe, roe en la noche, roe desde entonces en mi magín enfervorizado
aquel suave rebullir.
Pero es que yo, amigos míos, no estaba
seguro, y por tanto comprendedme, escuchadme-, por tanto no podía, no debía
decir nada.
Imaginaos por un instante que yo hubiera
dicho:
-Bieito está vivo.
Todas las cabezas de los viejos que portaban
cirios se alzarían con un pasmado asombro. Todos los chiquillos que iban
extendiendo la palma de la mano bajo el gotear de la cera, vendrían en remolino
a mi alrededor. Se apiñarían las mujeres junto al ataúd. Resbalaría por todos
los labios un murmullo sobrecogido, insólito:
-¡Bieito está vivo! ¡Bieito está vivo!…
Callaría el lamento de la madre y de las
hermanas, y en seguida también, descompasándose, la circunspecta marcha que
plañía en los bronces de la charanga. Y yo sería el gran revelador, el
salvador, eje de todos los asombros y de todas las gratitudes. Y el sol en mi
rostro cobraría una importancia imprevista.
¡Ah! ¿Y si entonces, al ser abierto el
ataúd, mi sospecha resultara falsa? Todo aquel magno asombro se volvería
inconmensurable y macabro ridículo. Toda la anhelante gratitud de la madre y de
las hermanas, se convertiría en despecho. El martillo clavando de nuevo la caja
tendría un son siniestro y único en la tarde atónita. ¿Comprendéis? Por eso no
dije nada.
Hubo un instante en que por el rostro de uno
de los compañeros de fúnebre carga pasé la leve insinuación de un sobresalto,
como si él también estuviese sintiendo el tenue rebullir. Pero no fue más que
un lampo. En seguida se serenó. Y no dije nada.
Hubo un instante en que casi me decido. Me
dirigí al de mi lado y, encubriendo la pregunta en una sonrisa de humor,
deslicé:
-¿Y si Bieito fuese vivo?
El otro rió pícaramente como quien dice:
«Qué ocurrencias tenemos», y yo amplié adrede mi falsa sonrisa de broma.
También me encontré a punto de decirlo en el
camposanto, cuando ya habíamos posado la caja y el cura rezongaba los
réquienes.
«Cuando el cura acabe», pensé. Pero el cura
terminó y la caja descendió al hoyo sin que yo pudiese decir nada.
Cuando el primer terrón de tierra, besado
por un niño, golpeó dentro de la fosa contra las tablas del ataúd, me subieron
hasta la garganta las palabras salvadoras… Estuvieron a punto de surgir. Pero
entonces acudió nuevamente a mi imaginación la casi seguridad del horripilante
ridículo, de la rabia de la familia defraudada si Bieito se encontraba muerto y
bien muerto. Además de decirlo tan tarde acrecentaba el absurdo
desorbitadamente. ¿Cómo justificar no haberlo dicho antes? ¡Ya sé, ya sé,
siempre se puede uno explicar! ¡Sí, sí. sí, todo lo que queráis! Pues bien… ¿Y
si hubiese muerto después, después de sentirlo yo remecerse, como quizá se
pudiera adivinar por alguna señal? ¡Un crimen, sí, un crimen el haberme
callado! Oíd ya el griterío de la gente…
-Pidió auxilio y no se lo dieron,
desgraciado…
-Él sentía llorar, se quiso levantar, no
pudo…
-Murió de espanto, le saltó el corazón al
sentirse bajar a la sepultura.
-¡Ahí lo tenéis, con la cara torcida por el
esfuerzo!
-¡Y ése que lo sabía, tan campante, ahí
sonriendo como un payaso!
-¿Es tonto o qué?
Todo el día, amigos míos, anduve loco de
remordimientos. Veía al pobre Bieito arañando las tablas en ese espanto
absoluto, más allá de todo consuelo y de toda conformidad, de los enterrados en
vida. Llegó a parecerme que todos leían en mis ojos adormilados y lejanos la
obsesión del delito.
Y allá por la alta noche -no lo pude evitar-
me fui camino del camposanto, con la solapa subida, al arrimo de los muros.
Llegué. El cerco por un lado era bajo: unas
piedras mal puestas sujetas por hiedras y zarzas. Lo salté y fui derecho al
lugar… Me eché en el suelo, arrimé la oreja, y pronto lo que oí me heló la
sangre. En el seno de la tierra unas uñas desesperadas arañaban las tablas.
¿Arañaban? No sé, no sé. Allí cerca había una azada… Iba ya hacia ella cuando
quedé perplejo. Por el camino que pasa junto al camposanto se sentían pasos y
rumor de habla. Venía gente. Entonces sí que sería absurda, loca, mi presencia
allí, a aquellas horas y con una azada en la mano.
¿Iba a decir que lo había dejado enterrar
sabiendo que estaba vivo?
Y huí con la solapa subida, pegándome a los
muros.
La luna era llena y los perros ladraban a lo
lejos.
Rafael Dieste (1899 - 1981)
Sobre a morte de Bieito
Dos arquivos do Trasno (1926)
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