43º día de confinamiento
Jesús Torbado y Manuel Leguineche
Los topos
Introduccion
El día 18 de
julio de 1936 los españoles comenzaron a degollarse mutuamente.
Los cronistas históricos hablaron y hablarían
más tarde de golpe de estado, rebelión militar, alzamiento, cruzada, guerra
civil, ensayo general de la guerra mundial, asalto de la derecha al gobierno
democrático… Los protagonistas de este libro y bajo su propia responsabilidad
hablan fundamentalmente de horrores.
Como cualquier español de los nacidos
después de la victoria franquista, nosotros mismos teníamos de la guerra un
concepto en el mejor de los casos científico —y eso, gracias a historiadores
extranjeros—, aséptico e incluso teñido de un cierto pintoresquismo que
aproximaba esta última guerra a la mantenida contra las tropas de Napoleón o a
la que lanzó a Viriato contra las legiones romanas y al Cid contra los
musulmanes… Este tipo de cultura, muy diferente incluso a la de quienes tienen diez
años más que nosotros y fueron forzosamente embriagados con la retórica
fascista y victoriosa, contribuyó a retrotraer la realidad a unos límites tan
lejanos que, a la larga, resultó muy positiva. (A propósito, es de creer que el
advenimiento de la democracia en España y sus posibilidades de asentamiento se
deben justamente a esta concepción de la guerra que tenemos el setenta por
ciento de la población española; por supuesto, estamos hablando de gentes en
absoluto inmersas en los resultados de aquella lucha, aunque nuestros padres
tomaron parte activa en ella).
Pues bien, después de recopiladas centenares
de horas de conversación con algunos de los más espectaculares e insólitos
protagonistas de esta guerra, cobra ésta una imagen nueva, inesperada y atroz.
Deslindemos por un momento las realidades sociopolíticas del suceso y limitemos
la óptica a los hechos que ocurrieron a las personas aisladas, a la historia
concreta y específica de los individuos y a su relación vecinal. Se nos borran
los héroes, se diluyen las estrategias de los generales, las grandes ideas de
los políticos, desaparecen incluso las motivaciones patrióticas, religiosas,
económicas… y queda tan sólo un hediondo charco de sangre en el que chapotean
hombres, mujeres y niños atrapados por un amok como pocas veces la historia de
los hombres ha conocido. Como se verá en los capítulos siguientes, sólo
parcialmente tiene razón Jackson cuando escribe: «Hombres como éste (el general
rebelde Solchaga), y no los mozalbetes falangistas y requetés, eran los
responsables de las grandes matanzas que se desarrollaban tras las líneas
nacionalistas». La muerte paseó sus dominios con una frialdad, una crueldad y
una perfección como sólo podrían encontrarse en los cuentos medievales o en las
sangrientas conquistas de finales del Renacimiento. Se mataba con cualquier
disculpa o sin disculpa de ningún tipo, se mataba a cualquiera y se mataba de
la manera más atroz.
Ésta es la realidad que hoy permanece, tan
violenta como inexplicable, de los tres años que Franco inauguró viajando desde
Canarias a Marruecos; tres años que sólo terminaron el 20 de noviembre de 1975,
cuando el gran culpable, el primer culpable de todo este espanto era enterrado
con todos los honores imaginables —incluso el del llanto de muchos españoles—
en el Valle de los Caídos, junto a los huesos de apenas setenta mil de los que
murieron, casi todos en «su bando». Escribimos la palabra entre comillas porque
buena parte de los combatientes —como se demuestra en muchos de los relatos que
siguen— ni siquiera sabían en qué bando estaban luchando y, desde luego, por
qué luchaban. Muchos de los muertos no supieron jamás por qué morían.
Fijémonos un momento en estos muertos antes
de permitirles el retomo al silencio eterno. El historiador americano Gabriel
Jackson, que parece el mejor informado en este terreno, calcula que durante la
guerra civil murieron cien mil personas en el campo de batalla. La cifra parece
ridícula teniendo en cuenta lo larga que fue la lucha y el número de muertos de
la retaguardia: cincuenta mil por enfermedades y desnutrición, diez mil por
bombardeos sobre población civil, veinte mil por represalias políticas en zona
republicana y doscientos mil por represalias nacionalistas, Únicamente la cifra
de las represalias republicanas parece demasiado baja después de un somero
estudio de campo. Pero a estos casi cuatrocientos mil muertos hay que añadir la
escalofriante cifra de otros doscientos mil que fueron ejecutados de mil
diversos modos por los vencedores después de su victoria.
Detengámonos ahora en los mecanismos del
terror desde dos ángulos distintos. Al mismo Jackson (La República española y la guerra civil, Ed. Grijalbo, México,
1967) pertenecen estos párrafos: «En un pueblo de Aragón los trabajadores se
quedaron en sus casas durante el fin de semana del 18-19 de julio. Luego,
oyendo que había caído el cuartel de la Montaña, organizaron una manifestación,
armados de escopetas. “Nosotros” volvimos las ametralladoras hacia ellos. En
aquel momento no resultaron muchos muertos, desde luego, pero huyeron a la Casa
del Pueblo y allí la limpia fue fácil. El pueblo estuvo tranquilo todo el resto
de la guerra. En una ciudad de Andalucía, “los rojos” pensaron ingenuamente que
una huelga general acabaría con el alzamiento. El oficial que se apoderó de la
ciudad describió cómo sus hombres, que sólo eran un “puñado”, ametrallaron a
las oleadas de obreros que avanzaban. Más de uno me explicó que fusilaban a
todo el que vestía con mono o que tenía una señal morada en el hombro. Al fin y
al cabo el ejército tenía prisa, y no disponía de tiempo ni de hombres que
desperdiciar en la retaguardia. En el tono de estas descripciones no había nada
excitado, pagado de sí mismo o defensivo. Esos oficiales trataban el asunto
como si fuera cosa de exterminar sabandijas. Una de las impresiones más fuertes
que me llevaron finalmente a aceptar cifras tan altas para las represalias
nacionalistas fue el hecho de que estos oficiales evidentemente no tenían a sus
enemigos por seres humanos. No estaban matando hombres; estaban haciendo “limpieza
de ratas”…
Manuel Leguineche (1941)
Jesús Torbado (1943)
Los topos (1977)
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