En el día del 122º aniversario del nacimiento de Federico García Lorca
En la Huerta de San Vicente en 1935. Fotografía por Eduardo Blanco Amor
(color por Navarrete)
FEDERICO
Vicente Aleixandre
A Federico se le
ha comparado con un niño, se le puede comparar con un ángel, con un agua “mi
corazón es un poco de agua pura”, decía él en una carta), con una roca; en sus
más tremendos momentos era impetuoso, clamoroso, mágico como una selva. Cada
cual le ha visto de una manera. Los que le amamos y convivimos con él le vimos
siempre el mismo, único y, sin embargo, cambiante, variable como la misma
naturaleza. Por la mañana se reía tan alegre, tan clara, tan multiplicadamente
como el agua del campo, de la que parecía siempre que venía de lavarse la cara.
Durante el día evocaba campos frescos, laderas verdes, llanuras, rumor de
olivos grises sobre la tierra ocre; en una sucesión de paisajes españoles que
dependían de la hora, de su estado de ánimo, de la luz que despidieran sus
ojos: quizá también de la persona que tenía enfrente. Yo le he, visto en las
noches más altas, de pronto, asomado a unas barandas misteriosas, cuando la
luna correspondía con él y le plateaba su rostro; y he sentido que sus brazos
se apoyaban en el aire, pero que sus pies se hundían en el tiempo, en los
siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en
busca de esta sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus
labios, que encandecía su ceño de inspirado. No, no era un niño entonces.
¡Qué viejo, qué viejo, qué “antiguo”, qué fabuloso y mítico! Que no parezca
irreverencia: solo algún viejo “cantaor” de flamenco, solo alguna vieja
“bailadora”, hechos ya estatuas de piedra, podrían serle comparados. Solo una
remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría
entonces hermanársele.
No hay quien pueda definirle. Su presencia,
comparable quizá, solo y justamente con el tifón que asume y arrebata, traía
siempre asociaciones de lo sencillo elemental. Era tierno como una concha de la
playa. Inocente en Su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en
sus deseos, como un ser nacido para la libertad. Y tenía para su obra futura un
instinto tan primario de defensa, que no puede por menos de traerme la memoria
de un genio: Goethe. Con una diferencia, y es que Federico era incapaz de la
fría serenidad con que aquel Júpiter encadenó el complicado mecanismo de sus
instintos y pasiones y lo redujo a ruedas dentadas al servicio de su
rendimiento intelectual. En Federico todo era inspiración, y su vida, tan
hermosamente de acuerdo con su obra, fue el triunfo de la libertad, y entre su
vida y su obra hay un intercambio espiritual y físico tan constante, tan
apasionado y fecundo, que las hace eternamente inseparables e indivisibles. En
este sentido, como en otros muchos, me recuerda a Lope.
En Federico, que pasaba mágicamente por la
vida, al parecer sin apoyarse; que iba y venía ante la vista de sus amigos con
algo de genio alado que dispensa gracias, hace feliz un momento y escapa
enseguida como la luz, que él llevaba efectivamente; en Federico se veía sobre
todo al poderoso encantador, disipador de tristezas, hechicero de la alegría,
conjurador del gozo de la vida, dueño de las sombras, a las que él desterraba
con su presencia. Pero yo gusto a veces de evocar a solas otro Federico, una
imagen suya que no todos han visto: al noble Federico de la tristeza, al hombre
de soledad y pasión que en el vértigo de su vida de triunfo difícilmente podía
adivinarse. He hablado antes de esa nocturna testa suya macerada, por la luna,
ya casi amarilla de piedra, petrificada como un dolor antiguo. “¿Qué te duele, hijo?”,
parecía preguntarle la luna. “Me duele la tierra, la tierra y los hombres, la
carne y el alma humana, la mía y la de los demás, que son uno conmigo.”
En las altas horas de la noche, discurriendo
por la ciudad, o en una tabernita (como él decía), casa de comidas, con algún
amigo suyo, entre sombras humanas, Federico volvía de la alegría, como de un
remoto país, a esta dura rea1idad de la tierra visible y del dolor visible. El
poeta es el ser que acaso carece de límites corporales. Su silencio repentino y
largo tenía algo de silencio de río, y en la alta hora, oscuro como un río
ancho, se le sentía fluir, fluir, pasándole por su cuerpo y su alma sangres,
remembranzas, dolor, latidos, de otros corazones y otros seres que eran él
mismo en aquel instante, como el
río es todas las aguas que le dan cuerpo, pero no limite. La hora mala de
Federico era la hora del poeta, hora de soledad, pero de soledad generosa,
porque es cuando el poeta siente que es la expresión de todos los hombres.
Su corazón no era ciertamente alegre. Era
capaz de toda la alegría del universo; pero su sima profunda, como la de todo
gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como
un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos,
apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más
aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron.
Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Recordaré siempre la
lectura que me hizo, tiempo antes de partir para Granada, de su última obra
lírica, que no habíamos de ver terminada. Me leía sus Sonetos del amor
oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento,
puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es ya la carne, el
corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude
menos que quedarme mirándole y exclamar: “Federico, ¡qué corazón! ¡Cuánto ha
tenido que amar, cuánto que sufrir!” Me miró y se sonrió como un niño. Al
hablar así no era yo probablemente el que hablaba. Si esa obra no se ha
perdido; si, para honor de la poesía española y deleite de las generaciones
hasta la consumación de la lengua, se conservan en alguna parte los originales,
cuántos habrá que sepan, que aprendan y conozcan la capacidad extraordinaria,
la hondura y la capacidad sin par del corazón de su poeta.
Epílogo a Obras completas. Ed. Aguilar. 1957
Federico García Lorca (1898 - 1936)
Vicente Aleixandre (1898 - 1984)
Comentarios
Publicar un comentario