ANTONIO MARTÍN "JULIEN ANTE EL CADALSO"
Julien ante el cadalso
Julien,
flanqueado por dos clérigos y escoltado por los gendarmes, contempla
indiferente y abatido el mosaico de rostros ansiosos que se han congregado para
ver el magnífico espectáculo.
Desde la víspera los aldeanos bajaron de la
montaña con sus mejores ropas, recorrieron la ciudad, visitaron iglesias y
tiendas y por la noche se plantaron en mitad de la plaza, junto al cadalso,
allí cenaron y durmieron como un pueblo nómada. Los buenos y prósperos
burgueses alquilaron balcones y hasta ventanas en las mansardas para no
perderse detalle y en compañía de las damas de la mejor sociedad, de buena
mañana al repique de las esquilas y campanas de las iglesias, acudieron a la
imprescindible cita. Y por supuesto, en el lugar de honor reservado para ellas,
las autoridades civiles, eclesiásticas y militares irguieron sus cabezas y sus
pechos llenos de medallas y cruces. El alcalde de Verrieres, presidente del
depósito de pobres y presidente del jurado que condenó a Julien, elevó la vista
al cielo no se sabe si buscando el perdón del Todopoderoso o señales que
pudiesen indicar lluvia o tormenta.
En fin, todos estaban allí, ninguno faltaba
a la cita: niños acompañados por sus madres, jóvenes mademoiselles vestidas del
más elegante terciopelo venido de París, menestrales y aldeanos que, no se sabe
de qué manera, se habían encaramado a los tejados. Y hasta los mendigos se
habían hecho la toilette esperando la limosna del alma conmovida, del corazón
estremecido por el gran espectáculo que ese mañana se daban las gentes de
Besançon.
Danton esperando el tormento dijo: “yo no
puedo conjugar el verbo guillotinar en pasado”. Pero, todo el mundo está de
acuerdo: es un procedimiento rápido y casi sin dolor, aunque demasiado
sangriento, añaden otros.
El arzobispo encabezando el pequeño cortejo
alrededor de Julien, se abrió camino entre la muchedumbre hasta el pie del
cadalso. Julien besó el crucifijo de oro que el prelado le presentó a los
labios. A su alrededor escuchó un rumor de voces piadosas. Miró arriba y vio la
cuchilla suspendida en lo alto entre las dos pilastras de madera, lista para
precipitarse carrera abajo para rebanar carne y huesos. Sólo pensó en resistir
el suplicio, pensar en las promesas de amor cumplido de Madame Rênal, sentir
sus besos de infinito amor, su perfume, sus caricias, la felicidad pasada junto
a ella y su imagen pura, bella, serena y enamorada. Se obligó a no dejarse
llevar por un pánico desesperado y empujar, forcejear, patalear, morder,
embestir y aullar como una fiera en un inútil intento de demorar unos segundos
la acelerada carrera del metal que definitivamente va a separar cuerpo y alma.
ANTONIO MARTÍN (MADRID 2 JUNIO 2020)
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