53º día de confinamiento
Max Aub
Los pies por delante
A José Ignacio Mantecón
CASTELLANO, aunque él mismo acabó creyéndose andaluz. De Medina de
Rioseco. Cayetano Menéndez, a quien todos conocían por «el Niño de Vejar»; De
Medina, una iglesia; de Valladolid, donde vivió dos años, otras; pero todos
sus recuerdos eran de Cádiz, de Jerez, de Arcos, de San Roque, del Puerto, de
Medina Sidonia, de Vejar, sobre todo de Vejar, donde vivió hasta cumplir los
quince. De su padre nunca supo gran cosa, ni de sus cambalaches que le obligaban
a andar a salto de mata; atrabiliario, brusco, alto, serio, seco, siempre
vestido de negro, de muy pocas palabras. Baquiano de aquellos contornos y, al
parecer, buen conocedor de alcamonías. Saludador le decían, aunque su hijo
sospechó siempre que se dedicaba a ventas de mayor provecho, Cayetano fue fruto
serondo de una coyunda a su vez tardía. Por lo poco que oyó, nunca le cupo duda
que a su padre no le caían en gracia ni la justicia ni sus servidores. La
madre callaba y cosía. Doce años tenía cuando faltó, a los tres de haber
desaparecido el cabeza de familia, sin más rastro que uno de sangre entre un
monte bajo lleno de maleza. Si hubo hablillas, no las oyó, las trónicas fueron
entre mayores y en voz baja. Por más que procuraba recordar a su madre de otra
manera, siempre le volvía a los ojos de adentro sentada en una silla baja, sin
apartar la mirada de la labor fina, vestida de luto, cubierta la cabeza con un
pañuelo negro: cortaba el hilo de una dentellada seca, volvía a enhebrar la
aguja al primer intento. Si supo por qué vino al mundo, nunca se lo dijo a
nadie. Bastóle media hora de sarrillo, sin pronunciar palabra, para irse al
otro mundo, en el que creía sin lugar a dudas. Allí estaba, en el cementerio de
Vejar.
Vejar, blanca de cal y verde
de las plantas de sus tiestos, mejoranas y geranios. El agua clara y sus mujeres
recatadas, siempre de negro, tocadas con su pañuelo negro. Encalar sin
cansancio, y el cante, y el baile. El niño Cayetano, ¡cómo se lo disputaban!
Trabajaba en la fonda. Cayetano aquí, Cayetano allá: a comprar unos pitillos,
a la botica, a casa del alcalde, a la tienda. Ir y venir, sirviendo a gusto
porque se lo agradecían.
Vejar de la miel y de los
toros, cortijadas y caseríos, a los lejos Trafalgar, el río Barbate, la laguna
de la Janda. Tan mora que todavía lo es, no por nada empezó por allí la
historia famosa de Guadalete. Vieja frontera de Granada. Todo de la Frontera;
Jerez, Arcos, Vejar. Blanco y verde, y las marismas. Y el baile, bailar solo,
como hay un solo Dios, como se canta solo. Baile jondo y no como el de esos
herejes que se cogen de la mano, de miedo que les da. Cádiz, madre de la danza,
según los doctores de la Iglesia.
Bailaba porque le salía de
adentro. La primera música que oyó —¿una dulzaina?— le hizo alzar los bracitos,
dar media vuelta y caer de bruces para jolgorio de los que le miraban. Él
también se rió enseñando sus dientes, acabados de salir. Nunca dio saltos o
brincos a la ligera, sino ya, desde niño, medidos.
—¡Ole, mi niño!
Ocho años tenía cuando lo
trajeron a Cádiz y, desde entonces, baila que te baila, pisando la tierra:
Tacón, tacón, tacón, tacón; y vuelta; Tacón, retacón, tacón...
No tenía voz, pero se acompañaba por dentro. Y la guitarra: toda la
música, del bordón a la prima. No fue a la escuela con tantos ires y venires de
la familia. Bailaba y todos le querían:
—¡Ole, mi niño!
Tenía ángel. No necesitaba que nadie le incitara, ni que le
aguijonearan. Se deleitaba en su pasión al compás del viento. Era otra vida,
donde no se pedía: todo lo daban hecho; desnudado de las vías del sentido,
daba en un principio más alto y así le conocieron todos: preñado de fuego,
descubriéndose en cada ademán; excusando las fatigas de adquirir, sin otro
maestro que el viejo Retana, que siempre estaba diciendo, sin que Cayetano
alcanzara el valor de la frase:
—Cuídate los pies. Ahí tiés
una fortuna.
Bailar, bailar solo, porque
el mundo está hecho para eso.
Le llamaban de todas partes.
No había fiesta grande o pequeña en la que no tomara parte. Trocaba en gozos
los desconsuelos con sólo ponerse a bailar; cobraban aliento los pulsos a
medida que el suyo se multiplicaba. Fue de todas las juergas, sin participar de
ellas. Tampoco insistían en hacerle beber: le respetaban. Algún malafollá que
porfió vióse atajar en seco:
—Éjalo. E mu chico entoavía.
Las rabizas cuidaban de él
más que nadie, como si se tratara de algo suyo. No tardó en probar su desinteresado
afán, Pagábanle a escote dándole a beber en ellos, pero sin abusar. Cayetano
agradecía la merced. (Todo le parecía natural y, no importándole el dinero,
suponía que a todos acontecía por igual.) Pero sólo le despertaba el alma,
perdido el aliento, el ritmo del baile; callado, sintiendo latir la sangre por
todo su cuerpo. No representaba, no fingía, ni imitaba: movíase como se lo
pedía el cuerpo, que al compás de la música por sí solo le agitaba.
Luego, tumbado en la cama,
miraba sus pies, allí al final de sí mismo, erectos.
Cetrino, guapo, serio, como
su padre, juncal y sosegado.
Le jaleaban, las palmas
venían solas al repiquetear del zapateado. Chaquetilla corta, pantalones
ajustados que le regalara, con lágrimas en los ojos, el viejo Retana, pese a
su fama de avaro. Y botas de caña. Hasta que conoció, al azar de una madrugada
tibia, al Marqués de X (como se dice en las novelas).
El marqués de X era un hermoso varón, alto, ancho, la frente
despejada, el cabello ya gris partido por una cuidadosa raya; los ojos y la
voz, profundos; la nariz recta, bien sostenida por un fino bigote que recalcaba
el dibujo de una boca tal vez demasiado grande para tanta perfección. La
barbilla partida, la tez morena, las manos cuidadas, el porte marcial, el
sastre bien escogido, los zapatos siempre brillantes vencían cierto descuido
de los ademanes, que gustaban ir un poco más allá de la cuenta. Gran aficionado
a los toros y a algunos toreros, toreaba con garbo en los tentaderos. Hombre
rico, apartado de su familia, vivía como creía que se debía hacerlo: la
primavera en París, el verano en Biarritz, el otoño en Andalucía y en Madrid,
el invierno según las rentas del año y el paradero del Ballet de Montecarlo. El
marqués de X entendía de
toreros y de bailarines.
Cuando vio a Cayetano por vez
primera, dio gracias a la Divina Providencia que le había escogido para revelar
al mundo entero las gracias sin fin del mozuelo. Hizo alarde de sus
conocimientos, le habló de Antón Boliche, de Requejo, de Vicente Escudero, de
Rafael Ortega, de Antonio Triana. Cayetano nunca había oído el santo de sus
nombres y quedó muy sorprendido al saber que lo que ejecutaba tenía nombres tan
estrambóticos como: trenzados, sacudidos, mudanzas, desplantes, gambetas,
contrapases; o batimán, campanela, salto y encaje, quebradillo o molinete. Sin
hablar de la cadencia, de la figura y del engarce de su pie. A él que no le
sacaran del bolero, del polo, de las sevillanas, del fundamental taconeo. Lo
demás le sonaba a hueco, a ganas de darse importancia. Pero no resistió la
tentación de ir a Sevilla.
El marqués le firmó un
contrato de exclusiva por cinco años. Era lo que había soñado toda su vida: lanzar
a Nijínsky. A Cayetano le tenía sin cuidado. Pero, de buenas a primeras, le
prendó el ambiente del teatrucho: el humo y el griterío y la gente atada por el
tablado.
Se metieron en un palco, el
marqués cerró la puerta corrediza. Ya llamaban tres maricas comineros, muy
peripuestos. «Aquí lo tenéis», dijo orgullosísimo el mecenas ofrendando la
presencia de su protegido con un gesto blando, dando vuelta a la cuidadísima
mano.
Cayetano no sabía dónde
meterse. La Trini, el Punteras y el Buñolero lo examinaban detenidamente, dejando
percibir la envidia en un enarque adamado de las cejas, en un fruncimiento
cazolero de los labios:
—¿Cómo estás?
Sandungueros.
Entraba el camarero con dos
botellas de manzanilla y los chatos. El Buñolero reclamó su pippermint. En el
tablado bailaba Mariquilla, la Chata. Cayetano era todo ojos.
—¡Qué asco! —dijo la Trini—.
No sé cómo se atreve, ni siquiera sabe para qué sirven las postizas.
Entraba la gachí en mudanza
al son de sus crótalos de granadillo y a Cayetano se le iba el alma tras el
taconeo, y la vista por el torso; bajábala luego por la falda y los faralaes
rojos a motas blancas, a morir en el empeine y los píes que levantaban un
ligero polvo que iba a pegarse en las caras de los enardecidos espectadores.
—¡Emperaora!
Las tablas no suenan,
retumban,
—¡Dale!
El escenario suena como un
ataúd vacío. Seco eco.
—¿Qué te va ni te viene?
—pregunta el marqués. Dos gitanas pugnan por meterse en el palco.
—Aquí no —dice el Buñolero—.
Aquí al lado falta gente.
Las fulanas le asesinan con
la mirada:
—¡Ay, hijo, perdona, no nos
habíamos dado cuenta!...
Cayetano mira bailar a Mariquilla.
El Marqués —que el título le venía allí a apodo— se sienta a su lado:
—¿Te gusta?
—Sí.
—¿Y tú, cuándo debutas?
—pregunta, con resquemor, el Punteras.
—Mañana. Y ya veréis lo que
es bueno —dice el protector.
—¿Aquí? —inquiere la Trini,
con un mohín de desprecio.
—¡Qué te crees tú eso! En casa
del conde de Miraflores.
—¿Nos invitas?
—¡Qué remedio!
—¡Ay, tú! Ni que fuera la
Divina Garza...
—Lo es.
La muerte del marqués de X.,
a manos de Cayetano Menéndez, movió lenguas en media España y el
resto se enteró aun sin querer. ¡Ahí era nada: un marqués muerto de una
puñalada por un bailaor, la misma noche de su debut!
El pobre de Cayetano no se
dio cabal cuenta de la que se le venía encima hasta que la policía —así en general,
que no recordaba cuántos fueron, ni sus caras— le molió a golpes, intentando
hacerle confesar que el móvil del crimen había sido el robo. Él no ocultó nada.
—Er tío asqueroso ese no sé
qué se afiguraba...
Mantuvo la verdad de los
hechos, asombrado de que no quisieran admitir lo cierto. No le valió gran cosa,
como no fuera librarse del garrote. De ahí no quisieron pasar jurado y jueces.
Y fue a dar al penal de Ocaña.
Todos los reclusos conocían
la sonada historia y ninguno dudaba que la muerte del marqués se debía a
cualquier tiquismiquis entre los dos protagonistas. Como Cayetano porfiara en
su hombría, cogiéronle ojeriza algunos penados y una noche, entre varios, le
hicieron perder la última vergüenza.
El drama se repitió en Ceuta,
donde le trasladaron. Ya no luchó. Cuidó sus pies como las niñas de sus ojos: al
salir podría reanudar su carrera. Le habían echado veinte años, con los
indultos saldría en quince o dieciséis. Así fue, pero no había contado con la
huéspeda: el reúma. De cuando en cuando se le agarrotaban las rodillas. No era
sólo el dolor, un practicante le habló también del corazón. Así vino a dar, de
peón, en aquella obra, del otro lado del Guadalquivir. No se quejaba —no había
nacido para eso. A veces, tumbado, miraba sus pies, al final de sí mismo, los
movía y le daba pena.
¡Dios, y cómo restallaba el sol! Calor y ni una sombra decente. No
había quien resistiera aquel agobio, y tener que estar ahí, quisieras o no, a
la fuerza, en el tajo. Para mayor inri, el río: ancho, caudaloso, corriendo hacia
el mar, como quien no quiere la cosa, taimado.
Las riberas bajas y Sevilla
a lo lejos. Sevilla, donde ya nadie se acordaba de él. (De buenas a primeras
quiso volver a Vejar, pero le hicieron ascos.)
Todo se achicharraba, sin un verde limpio. Polvo, calor y sed. Y el
agua tibia.
—¡Qué bochorno!
Y había que trabajar, que
para eso les pagaban. El sudor tenía ya sus torrentes. El sol sobre todo y, por
si fuera poco, de la tierra, de la madera, que ardían, volvía hacia arriba,
continua bocanada.
A encofrar, a argamasar la
arena y la cal, a llevar la mezcla de aquí para allá empujando la carretilla.
Cochino sol. Y el capataz en la rayuela de la sombra de la barranca,
vigilando.
—¡Qué bochorno!
Cayetano echaba los hígados.
Y ese ahogo. Hincó la pala en el
suelo e intentó apoyarse en ella. Perdido, el color y el sentido rodó, como
vacío, al suelo. Se agruparon a su alrededor, acudió don Manolillo, presuroso
en su cachaza. La obra quedó desierta: todos alrededor del difunto.
El problema era qué hacer con
él. Enviarlo así como así a la otra orilla, en la barca, era prescindir de un
par de obreros. Además, una vez allí, ¿qué hacían? Había que certificar la
muerte en el lugar del suceso. Practicante, sí había, nominalmente. Hubo que
mandar por él. Fue un cachicán cualquiera. A la vuelta, a las seis, podrían
llevárselo. Mientras tanto, ¿qué? Avisar, ¿a quién? Nadie le conocía familia.
Vivía en un cuchitril, en las afueras de San Juan de Aznalfarache. El único con
quien hablaba era con Germán, el carpintero: un hombre fornido, muy ducho en su
oficio, padre de siete hijos y con esperanzas de más; pronto en sus decisiones.
No tenía gran cosa que hacer por el momento, y tablas sobraban. Guillen, el
sobrestante, estuvo de acuerdo en que fabricara un ataúd. Era lo menos que
podían hacer por el muerto. Germán tomó sus medidas, un tanto afectado, aunque
no lo aparentase: que, al fin y al cabo, es un hombre, y puede acabarse en
cualquier momento.
Allí estuvo serrando y clavando
una hora. Llegó el aprendiz de médico con uno del juzgado. Estuvieron listos en
un santiamén. Ya declinaba el sol. Con la ayuda de un albañil, que no tenía
prejuicios, el carpintero trajo el féretro al lado del difunto, ya bien
acompañado de moscas. Otros dos cogieron el cuerpo y lo metieron en la caja:
sobraban los pies. Germán estaba furioso: trabajo perdido y su valor
profesional en entredicho.
¿Cómo había podido
equivocarse en cerca de veinte centímetros? Perdió, temporalmente, el alma
echando palabrotas y reniegos, de los que no era parco, blasfemando sin razón
de toda la corte celestial.
Guillen, con los de más seso,
ya estaba disponiendo el traslado cuando, al volverse, vio al bueno de Germán,
cortando los pies de Cayetano con la maestría que le caracterizaba en el
manejo de la sierra. Fue cosa de medio minuto. Con cuidado, colocó los pies en
el ataúd. Ya lo estaba clavando. Sólo dos gotas de sangre cayeron en el polvo.
Entre cuatro se lo llevaron
hacia la orilla del río; como no cabían sino de pie y apretados y les dolía
poner el ataúd vertical, aquella tarde la barca tuvo que hacer dos viajes.
Max Aub (1902 - 1973)
Los pies por delante y otros cuentos (1975)
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