47º día de confinamiento
Luisa Carnés
La chivata
I
¿Quién era? No podía ser
la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de
arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante
las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo
hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya
claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol
siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos
en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento.
No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la
libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»).
Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus
manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio,
de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las
oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño
doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de
la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y
varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que
desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal,
con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos.
No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus
manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos,
en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo
señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de
hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de
la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus
manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando
en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco
y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos
torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos
de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes,
y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No
podía ser tampoco la maestra.
No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un
camino). Le preguntaban « ¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía « ¡Sábelo
Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos
zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el
día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de
la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos
¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta,
la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria);
Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un
alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién
de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»?
—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras
está la prójima.
—¿Tú, no querrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de
chivata?
—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar.
—Pero, casualmente, me has mirao a mí.
—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta!
Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La
madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carita menuda, como
una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil
flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de
su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen,
María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los
zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos,
las caderas, la juventud de las reclusas.
—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de
confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche
de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera
republicana el año pasado?
—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son
adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que…!
—No puede ser una política.
—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao.
—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos,
en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién?
¿Quién? Y otra vez, la misma de antes:
—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú.
—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!…
Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al
formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que
vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas
partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía
el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos
de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se
defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba
sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en
todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran.
Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza.
La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los
corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí
mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las
funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón
al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las
puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de
justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su
hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un
caballo con cola de algodón.
II
—Os digo que es ella.
—¡No puede ser!
—Es la que mejor cumple las tareas.
—Con su cuenta y razón.
—Es la primera que reclama a las funcionarias…
—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado.
—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta
del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas.
—¿Cómo es posible?
—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué
más pruebas queréis?
—Si fuera verdad, era para matarla.
—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en
un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado.
—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio.
La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos
cerrados el rayo de sol, y reía:
—¡Qué rico solecito para mi niño!
Carmen, Filo, Carlota, María y
Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel
blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas
letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre
los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde
desaparecieron en el retrete.
—¿Lo creéis ahora?
—¡Qué horror!
—Es la más interesada en las clases políticas.
—La más interesada en la lectura del periódico.
—¡Qué descanso para todas!
—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras…
—Pero lo decías mirándome a mí.
—¡Vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a
ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser.
—Eso sí.
—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo!
—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel.
—Y cómo salen.
—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril.
—¡Que te crees tú eso!
—Veréis como hay cacheo el 14.
—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto.
—¡Y tanto!
—Callarse, que ahí viene…
Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo.
—¿Se habrá olido algo? Es muy larga.
—Es que somos cinco.
—Es verdad.
—Cumple bien el reglamento.
—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido,
que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse.
—¡Qué solecito tan rico para mi niño!
Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando
acaso los perdidos pedruscos de la aldea.
III
Ya el sol calentaba aquel 14 de
abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su
catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le
hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos
aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la
manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita
de cereza arrugada, como metida en alcohol.
A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la
hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en
las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno,
cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato,
y la jefa de galería apareció a lo lejos.
—¡Cacheo tenemos!
Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa
gritó:
—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras
subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una
por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas
remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los
catres.
—¿Dónde están las banderas?
—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado
el viento.
—Buscad, no dejéis nada sin mirar.
Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y
arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados.
Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros
trepidaban como locomotoras.
—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido?
Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las
puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban
fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los
colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón,
donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los
familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café,
café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado,
pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien
mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas.
Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y
piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven,
rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos,
impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que
no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14
de abril.
—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa.
—Me siento mal.
—Tiene calentura —dijo la madre joven.
—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las
celadoras.
Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a
la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se
abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas
se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo:
—¡Quita de ahí, Judas!
La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria:
el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero
empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse
sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo
rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al
otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni
veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo
sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras,
aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las
celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su
atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas
partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca
supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas.
Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a
declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía.
Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre,
florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la
más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas
aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas
miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana,
aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a
una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a
un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio,
proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el
barullo alguien dijo:
—Todavía están ahí las funcionarias.
Y alguien:
—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó.
La manta en que se arrebujaba la
maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora
eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre.
Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban
canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras
candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las
celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la
maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído
al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos.
La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó
también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies
y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban
por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas.
Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de
la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la
juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que
unas celdas estrechas y unos altos muros grises…
Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó
de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo,
que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que
no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar.
No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las
celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de
las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de
España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua
ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que
las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que
sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra…
Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a
la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender
sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con
estupor, que hasta entonces no comprendieron.
—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le
quedaban.
Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser
difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de
las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la
enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas
del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en
este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El
ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena
paliza les dio.
Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien
banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas,
bajo las bombillas de carbón.
Luisa Carnés (1905 - 1964)
La chivata (1955)
Trce cuentos (1931 - 1963) (2018)
Fotografía: Niños en el patio de la prisión maternal de la cárcel de Ventas de Madrid. 1955
Comentarios
Publicar un comentario