45º día de confinamiento
Juan Eduardo Zúñiga
Noviembre, la madre, 1936
—Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las
explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que
fueron destruidas. Cuanto vivimos, parecerá un sueño y nos extrañará los pocos
recuerdos que guardamos; acaso las fatigas del hambre, el sordo tambor de los
bombardeos, los parapetos de adoquines cerrando las calles solitarias...
Había terminado la alarma y
era preferible proseguir en casa las aclaraciones aunque venía a ser lo mismo
sentirse rodeado de personas desconocidas que estar en habitaciones heladas,
perdida la antigua evocación familiar y los olores templados de las cosas
largamente usadas sobre las que ahora se veían los cendales del polvo al haber
sido abandonadas por sus dueños pese a que aún los hermanos se movían entre
ellas sin querer tocarlas, mientras el mayor gruñía que deseaba ardientemente
olvidarlo todo, desagradable asunto que les tenía sujetos, que procuraría
resolverlo cuanto antes y por eso era mejor seguir hablando a pesar de los
gestos desconfiados de una adversión que no se ocultaban los tres cuando,
juntos, su pensamiento coincidía en la separación infranqueable, tan evidente a
la muerte de los padres, en la que aún más les sumían las forzadas esperas en
el refugio si había bombardeo, cuando se acrecentaba la tensa expectativa de
algo fatal porque no había quedado testamento.
Todas las habitaciones parecían
esperar un reparto y estaban en silencio aunque en el largo pasillo creían a
veces escuchar pisadas que en lugar de acercarse y revelar una presencia imposible,
se alejaban hacia el fondo de la casa. «¿Qué es ese ruido?», exclamaba alguno,
pero no se movía para ir a comprobar la causa de aquellos roces semejantes al
paso de unos pies pequeños que discretamente se distanciaran del presente, un
presente que sólo dependía del dinero, de los recursos que aún en plena guerra
permite el disponer de una fortuna, donde los billetes de banco dan el poder
de transformar la dura materia de la vida en vicisitud cordial y halagadora y
toda contingencia se transmuta en negocio de fácil solución que sólo requiere
entrevistarse, acordar algo, firmar unos papeles, y esto para ellos era norma
aprendida y por eso contraían las bocas, se tensaban los pliegues al borde de
los ojos, se fustigaban entre sí con el propósito de no volver a verse no bien
se terminara aquel asunto.
En medio de la discusión oían
las pisadas y uno de ellos reconocía que era un eco de otras, escuchadas mil
veces, cuando la madre venía al comedor donde la mesa estaba puesta y todos eran convocados al ritual de reunirse y comentar
temas banales bajo sus ojos atentos y distraídos, con gesto parecido al de
quien desea huir y está a punto de levantarse y desaparecer, y él era únicamente
quien lo percibía cuando ya participó de su secreto deseo que no era estar
allí, condenada de por vida al entramado familiar, pendiente de la
administración doméstica, sin entrever una forma de escapar porque ya no
existía la modesta familia de donde salió, y sí, en cambio, alzar la cabeza en
un ensueño de libertad, de decisiones personales, de total independencia de
criterio...
Se oían sus breves pasos
mientras los tres ventilaban la razón de estar allí juntos, hablando
obstinadamente sin sentarse, dos de ellos con los abrigos puestos, el más joven
con una cazadora, los tres como huéspedes de una pensión incómoda en la que
sólo esperan pagar la cuenta y marcharse porque aquélla no es su casa y quizá
va a desplomarse entre explosiones si le cae una bomba y todo el contenido de
afecto y desavenencias que es el interior de un hogar, se redujera a polvo y
cenizas. Cuando llegaban los aviones y las baterías de Tetuán comenzaban a
tirar y las sirenas recorrían las calles para que la gente buscase los
refugios subterráneos, incluso en éstos, polemizaban si se podía hacer un
reparto ante notario, para luego marcharse, escapar antes de que fuese
demasiado tarde, y el hermano mayor repetía que ojalá llegara el día en que lo
vieran todo lejano, como quien cuenta algo que ha oído y no entendió bien, o no
puso atención, y cuando quiere reconstruir borrosas figuras de
personas o lugares, no le es posible.
Si estaban en el comedor,
también por allí cruzaba la figura desvaída y muda del padre, incapaz de
distinguirlo entre otros parecidos corredores de fincas, avaro de sus
sentimientos, de sus aficiones, de sus proyectos, consciente o no de que dejaba
tras sí una estela envenenada que dañaría a los que fueran sus hijos, porque
también los dañó el día que se supo que su paternidad la compartía con otra
casa, donde había una mujer que él atendía en el mayor de los sigilos, lo que
debía imponerle con ellos una distancia, una frialdad, para no confesárselo en
un momento de sinceridad, y a su muerte aquella familia desapareció, lo que
hacía aún más penoso reconocer que hubo ese silencio toda una vida y ellos,
con la otra mujer, sentían un extraño vínculo o inexpresable relación que casi
les daba vergüenza reconocer. Y de él poco sabían, en verdad, ni de sus
ingresos, ni de sus amistades, porque vivía como huésped en una casa cómoda,
donde tenía una familia que le prestigiaba y cuya formación había correspondido
a una unión artificial, no basada en sentimientos ni en amor, sino en unas
razones escuetas y prácticas que estaban ligadas a su mundo, a sus hábitos, a
tradiciones penosas pero aceptadas a cambio de un pago en dinero, en
consideración, en prestigio social aunque supusieran también imponer la dura
norma sobre otros, sobre los más allegados, que sin piedad deben ser sometidos
a los respetos generales.
Nadie se interesa por el sufrir ajeno y aún menos por la dolorosa maduración interior que exige
tiempo para ser comprendida, así que ningún familiar se percata de ese
tránsito hacia el conocimiento de lo que nos rodea, hacia la verdad del mundo
en que vivimos, conocimiento que pone luz en la conciencia e ilumina y descubre
una triste cadena de rutinas, de acatamiento a razones estúpidas o malvadas que
motivaron llantos y, muy cerca, en la vecindad de la estabilidad burguesa,
hizo levantarse manos descarnadas de protesta; y aún más difícil de concebir es
que esta certidumbre de haber comprendido se presenta un día de repente y su
resplandor trastorna y ya quedamos consagrados a ahondar más y más en los
recuerdos o en los refrenados sentimientos para recuperar otro ser que vivió
en nosotros, pero fuera de nuestra conciencia, y que se yergue tan sólido como
la urbanidad, los prejuicios, los miramientos...
Y esa claridad que había
venido a bañar una segunda naturaleza subterránea permitió al hermano menor
comprender cómo era la madre y desde entonces relacionarla con su nueva mirada
hacia las cosas, aunque todo se olvide fácilmente incluso algo tan fundamental
como su persona en la casa, tan necesaria a las horas de las comidas; pero ya
era posible vivir sin que ella estuviera presente porque había afanes y
preocupaciones y objetivos que alcanzar, y sólo breves momentos en que estos
impulsos se paralizaban y quedaba en blanco el pensamiento, aparecían, como
imperceptibles roces en el pasillo, furtivas imágenes de ella, tan ajena a
intereses, a compra o venta de fincas, hundida en su postura doméstica, con la
espalda cargada por la función materna, junto a la suave luz del balcón que
apenas iluminaba aquel lento acabamiento, y como una revelación cierto día
había dicho: «Pasarán años y si vivimos, estaremos orgullosos de haber presenciado
unos sucesos tan importantes, aunque traigan muchas penas y sean para todos una
calamidad.»
Los dos hermanos mayores la
habían escuchado y no hicieron gesto de comprender; el tercero, el pequeño,
prestó atención y entendió cada una de las palabras y a través del tedio de la
relación cotidiana, un rayo finísimo comenzó a abrirse camino en dirección a
los soterrados dominios de la vida anterior y se extrañó de que ella hablase
así, porque era descubrir una conciencia más clara y objetiva de lo que podría
suponerse en una mujer absorbida por lo hogareño, ajena, al parecer, a los
acontecimientos externos a su prisión. Ninguno pareció haberlo captado porque
ya entonces la atención de los tres hombres se dirigía, aún en vida de la
madre, a la propiedad del edificio, en la tensión de una situación dejada sin
resolver, lo que era lógico en un tiempo de guerra, razonaba él, pero unos
minutos después comprendía que no dependía de la guerra, sino de la pasión que
habían fomentado en ellos, valoración exclusiva del dinero, de la propiedad
privada; no, no eran soldados sobre un parapeto de sacos, golpeándose con las
culatas de los fusiles que caen pesadamente en hombros y cabezas ya sin
casco, sin protección alguna, idéntico el resuello, idénticos los gestos de
dolor: ellos, como hombres de negocios, cruzaban su mirada desafiante a través no ya de meses, sino de
muchos años, acaso desde los hábitos que implantó en el país la Regencia con
el triunfo de los ricos y sus especulaciones, la fría decisión del lucro pese a
todo, que hace que los hermanos dejen de serlo. Y los que estaban en aquel momento
parapetados en las calles de Carabanchel o corrían por los desmontes de la
Ciudad Universitaria, disparando desde la Facultad de Letras, luchaban por
algo muy distinto; acaso sin saberlo ellos bien, les movía un impreciso anhelo
de no ser medidos con el distante gesto del superior que les juzga según sean
capaces de rendir provecho e incrementar su hacienda. Para los hermanos, todas
las esperanzas estaban en terminar, que se borrasen del recuerdo aquellos meses
de plomo y se abriera una época nueva y así entregarse a todas las quimeras,
todos los caprichos que se harían realidad; para el mayor, eran los amores, la
cuenta corriente, el mando a lo que tenía derecho por su clase social: los
viajes, las aventuras con mujeres extranjeras, los lances de fortuna en el
Casino de San Sebastián, las noches del carnaval de Niza, el golf en Puerta de
Hierro, las cenas en Lhardy... y propuso que debían ir a ver la casa, saber
cómo estaba, cómo la conservaban los vecinos, si requisaron las tiendas o algún
piso, y ya que, de los tres, el joven era quien más seguro podía andar por las
calles con su documento militar, él habría de enterarse de lo ocurrido al mediodía
cuando los aviones
dejaron caer bombas en aquel barrio, y para estar tranquilos de que
nada había pasado, le convencieron de que fuera y aunque él creía que era
inútil, accedió, como tantas veces por ser el menor, y al salir del portal
subió la vista hacia el cielo donde una columna de humo se elevaba recta en las
nubes para extenderse sobre lejanos tejados, buhardillas, chimeneas combatidas
por la herrumbre, azoteíllas de ropa colgada y antenas de la radio, una
accidentada planicie de tejados, superior a la ciudad, vacía, casi un
inframundo de calma y sueño, aunque la realidad abajo fuera otra muy distinta:
su ciudad natal, pobre y limpia, pequeña, de aires puros y fríos, algunas
avenidas, iglesias, ministerios, asentada entre campos yermos, rodeada de
arrabales con nombres entrañables para los que vivieron su historia cotidiana:
Guindalera, La Elipa, colonia Fritsch, Doña Carlota, Entrevias, La China,
Usera, Cara-banchel, altos de Extremadura, La Bombilla, Peñagrande, Tetuán, y
ya más cerca, Cuatro Caminos, extrarradio de casitas con frágiles techos y
manchas de humedad en las paredes que albergaban el hambre y el cansancio de
los que durante el día dieron su esfuerzo para conducir carros, pavimentar
calles, amasar pan, trabajar metales, cocer ladrillos, barrer y fregar suelos,
y que la vida fuera —para otros— más placentera, más tolerable y algunos bien
vestidos pudieran sentarse a leer El Imparcial o El Sol en los cafés de
la glorieta de Quevedo, por donde cruzaban los tranvías hacia Fuencarral,
bordeada ésta de tiendas y de luces y a lo largo de la acera izquierda, los
tenderetes de baratijas que los niños contemplaban a la altura de sus narices
encendidas por el frío, como un sueño de la noche de Reyes, del que eran
despertados por las manos rudas de los mayores que les llevaban hacia
obligaciones ineludibles calle abajo, dejando a un lado el viejo Hospicio, cuya
fantástica portada de piedra, columnas, flores, hojarasca, angelotes, estaba
ahora cubierta de sacos terreros protegiendo un arte fastuoso tan diferente al
triste edificio dentro del que los huérfanos sufrieron rigores de frío y
disciplina, bien conocidos de los habitantes de aquel barrio en cuyas profundidades
se ocultaba laboriosa y ardua vida en vecindad con tiendas de compraventa que
visitaban periódicamente y en cuyos escaparates se mostraban los mantones de
Manila o los cubiertos de plata que fueron el lujo de los venidos a menos.
Y en la calle de la Montera
se vio a sí mismo de la mano de su madre y la perspectiva hacia Sol estaba
ocupada por la figura de ella, fundida con las fachadas y las esquinas
conocidas de forma que cada casa ante él era una madre bondadosa, algo
reservada, con una sonrisa leve y distante, trayendo a su conciencia la
certidumbre de que una ciudad puede ser una madre: pasan los años, estés o no
ausente, y un día regresa el pensamiento a sus rincones acogedores, a lugares
unidos a momentos de felicidad, de ternura, a las calles familiares por mil
peripecias, plazas por las que pasaste temiendo algo o dispuesto a divertirte,
desentendido de los barrios desagradables con perfiles inhóspitos que mencionó
el hermano mayor cuando, al salir del refugio, echó una mirada que abarcaba
todo y maldijo la ciudad que de un momento a otro iba a convertirse en campo
de batalla, pero no obstante, por encima de sus palabras y la tragedia del
momento, fluían los recuerdos acariciadores de la madre que conduce de la mano
por calles seguras, pacíficas e interesantes hacia la Puerta del Sol, en la
que se sintió identificado con el riguroso destino que ahora se cernía sobre
todos, ineludible como era aceptar la verdad de lo que espontáneamente
le dijo ella para venir a coincidir ambos en la decisión, tomada en distinto
momento pero idéntica, de desechar para siempre la mezquindad de aquella forma
de vida, la impronta vergonzosa de lo pasado y mirar de frente otras
posibilidades como lo demostró al revelarle su pensamiento, una hora antes de
la agonía, con un ligero apretón de dedos cuando la cogía la mano y se
inclinaba hacia su cara, y ella le preguntó qué noticias había de los frentes
y, como él callara, había murmurado en una voz apenas inteligible: «Si toman
Madrid, matarán a todos», y al decir esto, con temor y esperanza de que así no
ocurriera, dejaba entender que se sentía unida a sus orígenes humildes, aliada
aún con los que en su niñez fueron parientes y vecinos y ahora eran desesperados
defensores de los frentes, hombres iguales a los que, en grupos oscuros, vio
marchar por la Carrera de San Jerónimo, con palas y picos al hombro, bajo la
leyenda de los carteles pegados a las paredes «¡Fortificad Madrid!» e
indirectamente ella había hecho mención a esas fortificaciones que ahora, con
toda urgencia se hacían para rodearla y defenderla con un círculo de amor, con
un abrazo protector.
Atravesar la calle del Príncipe,
y la calma de la plaza de
Santa Ana, bajar por Atocha ahora sin coches ni tranvías, con personas
apresuradas, cargadas de bultos, transmitiendo el miedo de que pudieran volver
los aviones precisamente a donde él se encaminaba con la sensación de ir al
lugar de un crimen, bordeando inmensos trozos de casas que habían caído sobre
las aceras y de los que aún se desprendía olor a polvo; volutas de humo se
alzaban de paredes ennegrecidas, de habitaciones cortadas por la mitad que
descubrían su interior con muebles y cuadros que atraían el asombro de los ojos
horrorizados al comprobar que así era la guerra: destruía, calcinaba y ponía
terror en el corazón cuando llegó a Antón Martín, ante la casa, y se encontró
con que donde estuvieron los pisos superiores estaba el aire y un gran vacío, y
que la puerta la tapaban montones de vigas y de escombros y a través de algunos
balcones aún en pie se veía el cielo, como un tejido agujereado por el tiempo y
el uso.
De la riqueza que tanto habían
esperado no quedaban sino restos inútiles; del orden, la simetría, la
estabilidad de un edificio elegante y firme, la guerra sólo dejaba material de
derribo sucio y confuso; la guerra únicamente daba caducidad y por años de vida
e ilusiones entregaba con usura una experiencia sangrante, una forma de vivir
que; vuelta la paz, no serviría para nada: la enseñanza de destruir
o de esquivar la destrucción, saber que no se es aún un cadáver y a cambio, el
soplo venenoso que para el corazón, asfixia, quiebra promesas y proyectos, pero
la enorme hecatombe de la guerra también había servido para hacer posible una
revelación que nadie sospechó y sólo un rato antes de empezar la agonía, como
el que ya se atreve a todo lo reprimido y deja fluir con el aliento vital lo
más hondo de su ser, mostraba que ella estaba identificada, quién sabe cuánto
tiempo, con los que lógicamente eran sus iguales, los suyos, que ahora
defendían la capital, a mitad fortaleza, a mitad débil organismo tal como
fueron sus propios años femeninos.
La guerra también descubría
que era un triste remedo de fortuna la posesión de un edificio cuyas viviendas
se alquilan a quienes no podrán pagarlas y hay que obligarles con amenazas, y
la elegante casa sólo rinde ese tributo mensual a la codicia de sus dueños,
unida quizá a la satisfacción de pasearse por delante, echando ojeadas a su
blanca fachada, y fumar despacio un cigarro habano, o quedarse inmóvil en la
acera de enfrente entre familias desoladas, en las que faltaría algún miembro,
y comprender entonces la otra, verdadera ruina de quedar sin hogar, la tortura
de no saber dónde guarecerse y pasar las noches, peor que la intranquilidad de
no poder pagar el alquiler, la herida de haber presenciado la destrucción de
todo, el horror de la explosión y su estruendo y el estremecimiento de
sobrevivir a aquella avalancha de muros y fuego en que se convirtieron los
previstos ingresos saneados que permitirían una vida regalada por la que ellos
se habían detestado y conciliado rencor y pretendido olvidar, lo cual era, ni
más ni menos, que renegar de sus vínculos, del eje de éstos en la figura
materna y en las calles donde habían crecido y madurado, que ahora otros se aprestaban a defender fusil en
mano...
Quizá a esta misma hora,
cientos de obreros hijos de campesinos, braceros o técnicos industriales,
estarían en las trincheras del Parque del Oeste, o al pie del Puente de los
Franceses, o en la Casa de Campo, pegados a piedras o a débiles tapias
desconchadas, inexpertos en el uso de armas, atentos a la muerte que aullaba
en las balas invisibles. Como la madre, ellos sabían que su libertad estaba en
juego, que siempre les sometieron interminables trabajos repetidos día tras
día, de acuerdo con la convención de la obediencia y del salario, sin poder
rebelarse ni renegar porque las costumbres, el buen parecer, el orden de una
sociedad disciplinada, no se lo autorizaban y ni siquiera les estaba permitido
que se expresaran claramente ya fuese dentro del hogar, ya fuese con la huelga.
Así éramos entonces. Han
pasado muchos años y a veces me pregunto si es cierto que todo se olvida;
desaparecieron los últimos vestigios, sí, pero en un viejo barrio observo en la
fachada de una casa la señal inequívoca del obús que cayó cerca y abrió hondos
arañazos que nadie hoy conocería, y me digo: nada se olvida, todo queda y
pervive igual que a mi lado aún bisbisea una conversación que sólo se hace
perceptible si me hundo por el subterráneo del recuerdo, entre mil restos de
cosas vividas y mediante un trabajo tenaz uno datos, recompongo frases, una
figura dada por perdida, rehago pacientemente la foto rota en mil pedazos y
recorro las calles que fueron caminos ilusionados de la infancia.
Todo pervivirá: sólo la muerte
borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años
que duró la contienda. Como es herencia de las guerras quedar marcados con el
inmundo sello que atestigua destrucciones y matanzas, ya para siempre nos
acompañará la ignominia y la convicción del heroísmo, la exaltación y la
derrota, la necesidad de recordar la ciudad bombardeada y en ella una figura
vacilante, frágil, temerosa, que a través de humillación y pesadumbres llegó
a hacer suya la razón de la esperanza.
Juan Eduardo Zúñiga (1919 - 2020)
Largo noviembre en Madrid (1980)
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