42º día de confinamiento


Juan Marsé, el capitán Blay y El embrujo de Shanghai
Los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos, dijo el capitán Blay caminando delante de mí con su intrépida zancada y su precaria apariencia de Hombre Invisible: cabeza vendada, gabardina, guantes de piel y gafas negras, y una gesticulación abrupta y fantasiosa que me fascinaba. Iba al estanco a comprar cerillas y de pronto se paró en la acera y olfateó ansiosamente el aire a través de la gasa que afantasmaba su nariz y su boca.
      —Y tan desdichada carroña está en la calle, se huele. Pero hay algo más… Sin querer ofender a nadie, se percibe otra descomposición de huevos. ¿No lo notas? — siguió el anciano husmeando su quimera predilecta ayudándose con nerviosos golpes de cabeza, y yo también me paré a oler. El capitán tenía el don de sugestionarme con su voz mineral y sentí un vacío repentino en el estómago y una sensación de mareo.
          Así empieza mi historia, y me habría gustado que hubiese en ella un lugar para mi padre, tenerlo cerca para aconsejarme, para no sentirme tan indefenso ante los delirios del capitán Blay y ante mis propios sueños, pero en esa época a mi padre ya le daban definitivamente por desaparecido, y nunca volvería a casa. Pensé otra vez en él, vi su cuerpo tirado en la zanja y los copos de nieve cayendo lentamente y cubriéndole, y luego pensé en las enigmáticas palabras del viejo mochales mientras yo iba andando pegado a sus talones camino del estanco de la plaza Rovira, cuando, al pasar frente al portal número 8, entre el colmado y la farmacia, el capitán se paró en seco por segunda vez y su temeraria nariz, habitualmente desnortada y camuflada bajo el vendaje, detectó de nuevo la pestilencia.
           —¿No reconoces esa gran tufarada, muchacho? —dijo—. ¿Tu cándida naricilla maliciada en el incienso de Las Ánimas y en el agrio sudor de las sotanas ya no distingue el hedor…? —Se interrumpió estirando el cuello, resoplando como un caballo nervioso—: ¿A huevos podridos, a mierda de gato? Nada de eso… Ahí, en ese portal. ¡Ya sé lo que es! ¡Gas! ¡Se veía venir esta miseria!
          En el interior del zaguán anidaba ciertamente un tufo a miseria casi permanente, pues era refugio nocturno de mendigos, pero el capitán supo distinguir en el acto una pestilencia de otra y además afirmó que el olor a gas no salía de allí, sino de la maltrecha acera que pisábamos, de las grietas donde crecía una hierba rala y malsana.
          Él mismo se encargó de alertar al vecindario. Lo comentó en el estanco, en la farmacia y en la parada de tranvías, y aunque sus arranques de locura senil eran bien conocidos, desde ese día todo aquel que pasaba por la acera alta de la plaza y husmeaba el aire, detectaba el olor con sobresalto. Las mujeres se alarmaron y una vecina avisó a la Compañía del Gas.
          —Se trata sin duda de una tubería rota que deja filtrar esa mierda —no se cansaba de repetir el capitán Blay en la taberna de la plaza—. Muy peligroso, señores, todos haríamos santamente evitando circular por allí y metiéndonos cada uno en su casa, a ser posible… Y mucho cuidado con encender cigarrillos junto al quiosco, a vosotros os digo, chavales.
          —Sobre todo —advirtió su amigo el señor Sucre a la clientela habitual de bebedores, que escuchaban entre recelosos y burlones—, cuidado con las miradas llameantes y con las ideas incendiarias y la mala leche que algunos todavía esconden. ¡Mucho cuidado! La vieja castañera frente al cine, con su fogón y su lengua viperina, también es un peligro. Una chispa o una palabra soez, y ¡bum!, todos al infierno.
           —Cuidado vosotros dos, puñeta, que quemáis periódicos detrás del quiosco — replicó un tranviario socarrón que bebía orujo—. Un día volaremos todos por los aires, con la parada de tranvías y la fuente y…
          —¡¿Y a qué hemos venido a este mundo sino a volar todos por los aires en pedazos, me lo quieres decir, tranviario carcamal vestido de pana caqui?! —gritó el capitán moviendo sus largos brazos como aspas de molino y restregando los pies en la alfombra de serrín y huesos de aceituna. El vendaje de la cabeza se le había aflojado y colgaban junto a su oreja grumos de algodón deshilachado y amarillento —. ¡Vuele usted en mil pedazos, hombre de Dios, se sentirá mucho mejor!
          —Puede que lo haga, sí señor —dijo el tranviario, y mirándome añadió—: Llévatelo ya, chaval. Está como una chota.
(…)

Juan Marsé (1932)
El embrujo de Shanghai (1993)

Comentarios

Entradas populares de este blog

Mikel Laboa eta Xabier Lete "Izarren hautsa"

Un siglo de José Hierro. 1922 - 2022. "Llegué por el dolor a la alegría"