8º día de confinamiento (2ª parte)
Mercè Rodoreda 1908 - 1962
La plaça del Diamant (La plaza del Diamante) 1962
Y el Antoni
abrió el balcón y con una voz que le temblaba preguntó, ¿qué te pasa?, y dijo
que ya hacía mucho rato que estaba angustiado porque se había despertado de
repente como si le hubiesen avisado de una desgracia y no me había encontrado
ni a su lado ni en ninguna parte. Y le dije, se te enfriarán los pies... y que
me había despertado cuando todavía era de noche y que no me había podido volver
a dormir y que había necesitado respirar aire porque tenía no sé qué que me
ahogaba... Sin decir nada se volvió a meter en la cama. Todavía podemos dormir,
le dije, y le veía de espaldas con el pelo del cogote un poco demasiado largo,
con las orejas tristes y blancas, que siempre las tenía blancas si hacía
frío... Dejé el cuchillo encima de la consola y empecé a desnudarme. Antes
cerré los postigos y por la rendijita entraba la claridad del sol y fui hasta
la cama y me senté y me descalcé. El somier crujió un poco, porque era viejo y
ya hacía tiempo que teníamos que cambiarle los muelles. Tiré de las medias como
si tirase de una piel muy larga, me puse los escarpines y entonces me di cuenta
de que estaba helada. Me puse el camisón descolorido de tanto lavarlo. De uno
en uno me abroché los botones hasta el cuello, y también me abroché los
botoncitos de las mangas. Haciendo que el camisón me llegase hasta los pies, me
metí en la cama y me arrebujé. Y dije, hace buen día. La cama estaba caliente
como la panza de un gorrión, pero el Antoni temblaba. Le sentía castañetear los
dientes, los de arriba contra los de abajo o al revés. Estaba vuelto de
espaldas y le pasé un brazo por debajo de su brazo y le abracé por el pecho.
Todavía tenía frío. Enrosqué las piernas con sus piernas y los pies con sus
pies y bajé la mano y le desaté la atadura de la cintura para que pudiese
respirar bien. Le pegué la cara a la espalda y era como si sintiese vivir todo
lo que tenía dentro, que también era él: el corazón lo primero de todo y los
pulmones y el hígado, todo bañado con jugo y sangre. Y le empecé a pasar la
mano poco a poco por el vientre porque era mi pobrecito inválido y con la cara
contra su espalda pensé que no quería que se me muriera nunca y le quería decir
lo que pensaba, que pensaba más de lo que digo, y cosas que no se pueden decir
y no dije nada y los pies se me iban calentando y nos dormimos así y antes de
dormirme, mientras le pasaba la mano por el vientre, me encontré con el ombligo
y le metí el dedo dentro para taparlo, para que no se me vaciase todo él por
allí...
(Traducción de Enrique Sordo)
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