4º día de alarma




Jesús Fernández Santos 1926 - 1988
Extramuros 1978

Para aumentar nuestra gloria en la desgracia

Era una de aquellas famosas plagas que el Santo Libro cuenta. El agua huyó de ríos y manantiales, y la lluvia de las nubes. El campo respiraba polvo, angustia y miseria. Era cosa triste de ver, según decían los que nos visitaban en busca de algo de pan y caldo, las espigas a punto de nacer y ya muertas al sol, ni maduras ni en sazón, los arrabales mustios y el ganado campando a su albedrío, buscando por veredas y trochas lo que el cielo y la tierra le negaban.
   El camino real que antaño se animaba al caer del sol con el paso de las mulas y caballos, con cortejos y carros, ahora a lo lejos, desde la celosía, aparecía desierto como un presagio de lo que habría de acaecer tras breve tiempo. Y ello fue que según nuestras desdichas arreciaban, según el cielo seguía despejado y el campo seco y los senderos vacíos, llegó esa segunda calamidad siempre alerta como llamada por su hermana.
   Vino una muy miserable enfermedad que volvió a la gente flaca, aviesa y aún más desconsolada. Llegó el mal que diezma de cuando en cuando nuestras villas y corte, que hace a las gentes huir de la ciudad abandonando bienes y hogares y hasta a sus más queridos familiares. Llegó sin amenazas, sin ningún previo aviso, como en secreto y aunque ya la esperábamos, su recuerdo era tal de otras pasadas veces que bastó su fama para sembrar de espanto cuerpo y alma. Las más fuertes de mis hermanas juzgaban ahora fácil cosa pasar a ver a Dios Nuestro Señor, pero yo como de fe más flaca, más apegada a las cosas de la tierra, no alcanzaba a sentirme peregrina en ella, ni a pensar de buen grado en cosas celestiales, ni a descubrir la ganancia que nuestro confesor predicaba cada día, haciéndonos saber cómo los verdaderamente vivos viven allá en el cielo por sobre nuestras cabezas, en tanto los de acá todo lo pierden ciegos, empeñados en glorias pasajeras.
   La priora recomendaba ofrecer aquellas penas al Señor, que a fin de cuentas no hacía sino probarnos a través de tales sacrificios, pero yo no llegaba a comprender cómo tales miserias nos otorgaban el título de bienaventuradas, cómo entender tal dignidad en aquellas pobres gentes que cada día ante el portal llegaban, como toda aquella escasez, tan negros años eran, según decía, para aumentar nuestra gloria en la desgracia.
  



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