Alejandro Sawa "Teobaldo Nieva. Iluminaciones en la sombra"


Alejandro Sawa 1862 - 1909
 

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De todos los revolucionarios del mundo, Proudhon desde el libro y Bakunin desde la barricada o desde el meeting, son sin disputa los que mayor influencia han tenido, soles mayores, en la expansión del movimiento anárquico comunista en España.

   Desde mucho antes de estallar el ruidoso motín de 1868, que hizo del bajel monárquico lo que una boya agujereada en medio del mar, Proudhon era conocido en España, y no ya sólo de los intelectuales puros, sino hasta de las clases medias de la inteligencia.

   Sabido es que el arte del silogismo hacía de Proudhon una sirena. Ningún pensador de su época tan abroquelado como él tras los hierros de la dialéctica. Era una fortaleza, y era, en otro orden de ideas, como un manantial fragoroso de aguas salobres. Pi y Margall, desterrado por aquellos días en París, lo hizo potable. Sus traducciones de Proudhon corrían de mano en mano. Durán el librero, llegó a vender decenas de miles de ejemplares. Se le discutía en el viejo Ateneo de la calle de la Montera; se le comentaba en las tertulias de los cafés literarios. Estaba en el ambiente disuelto con la atmósfera respirable del pulmón español disneico por el letal enrarecimiento del aire rancio que le obligaban a respirar.

   Teobaldo Nieva, el más alto y el más vertical de entre los predecesores de la anarquía en España, era por filiación directa el hijo espiritual de Proudhon. Un hijo degenerado si queréis, porque la ficha antropométrica del gran revolucionario francés era tan suya que, muerto él, no se la ha podido aplicar a nadie todavía.

   De Proudhon aprendió Nieva las trampas del silogismo, la estrategia del razonar inconsútil, los vistosos juegos pirotécnicos en que las palabras rutilan, para deshacerse después, bajo el vasto firmamento azul, en brillante lluvia de paradojas.

   Y si Proudhon fue en lo espiritual el aborigen de Nieva, Bakunin fue su tremendo profesor en lo material y efectivo.

   Del uno admiraba el complicado sistema nervioso; del otro, el potentísimo mecanismo muscular. Su ideal hubiera consistido, no hay que dudarlo, en vivir en la casa con Proudhon y en la calle con Bakunin, ver cómo platicaba el uno y cómo boxeaba el otro.

   Yo sé de Teobaldo Nieva lo bastante para, siendo pintor, trazar a ojos cerrados su perfil y ganar por eso puesto de honor en una buena pinacoteca de la anarquía.

   Era el tipo del sublevado; era el sublevado. Su rebeldía era tal, que, sin afán de reclamos ni de extravagancias, había roto con la tradición del sastre y del peluquero, y lució, siempre que pudo, indumentarias en que la nota personal no excluía el quid de una verdadera y originalísima elegancia. Intentó llevar a la práctica todas sus radicalísimas ideas, hasta aquellas que eran ciudadanas del delirio, y predicar con el ejemplo.

   Así, este hombre del planeta Sirio llevó una existencia atormentada entre nosotros. Era un triste hijo del azar y la ventura. Su padre, que fue general y amigo de Espronceda, contrajo nupcias en Lisboa con la que había de ser madre del anarquista sin otra poderosa razón de amor que la de ganar una apuesta entre amigos. Luego abandonó a la mujer. Pero el nardo dio su flor... y Teobaldo Nieva vino al mundo en Málaga, huérfano de padre sin haberlo perdido, gustando desde el primer vagido del nacer una leche agriada por la humillación y el dolor.

    Nunca su padre quiso sacrificarle un cordero en el hogar; de modo que cuando quedó, a la muerte de la infortunada que en mal hora lo concibiera, definitiva y totalmente huérfano, sólo pudo ver de la sociedad el puño que amenaza y nunca jamás el gesto que acaricia. Fue entonces esa cosa terrible que se llama un niño triste. En Málaga creció y de Málaga datan sus primeras vociferaciones mentales. Y el rapaz demostró poseer una voz de energúmeno.

   Ahí está la colección del periódico Las Escobas («periódico que barrerá la inmundicias sociales») para probarlo.

   De tal folículo era Teobaldo Nieva redactor exclusivo y administrador, y repartidor y voceador público. Con unas cuantas manos del periódico debajo del brazo, lo gritaba altanero por las calles de la ciudad y lo proponía a la venta en las mesas de los cafés. Obreros y curiosos —toda la población— lo acogieron.

   Fue un arma brutal y primitiva para lanzar piedras, tal una catapulta, o mejor, para derribar muros a fuerza de golpes, tal un ariete de las edades bárbaras. El periódico machacaba con rabia las fábricas ciclópeas de la Propiedad, de la Autoridad y de la Familia.

   Predicaba el comunismo. Llegó a cantar las febricitantes estancias del Amor libre, los epitalamios cabe las selvas. Se le rubricó de loco y se le dejó hacer.

   Pero cátate que un día se le ocurre predicar contra los caseros la huelga de inquilinos, indicando los medios de que estos podían servirse para, al amparo de la ley, dejar incumplidos sus contratos, y entonces, por primera vez turbados y conturbados, se dieron cuenta los guardianes del Arca de que el enemigo estaba dentro de la fortaleza. Teobaldo conoció entonces la pesadilla eterna de los éxodos forzados, y la de la sed y la del hambre, que no debían desvanecerse ya nunca jamás en el transcurrir doloroso de su vida.

   Aquí en Madrid, y escribiendo muchas veces sobre las rodillas, por carecer de mesa, y a la luz de los reverberos públicos, por imposibilidad del hogar, publicó su obra predominante, Química de la cuestión social, que fue, durante mucho tiempo, una suerte de biblia para los libertarios. De tal libro me han contado historias curiosísimas. Dícenme que el «compañero» que se encargó de editarlo se alzó con los fondos que había producido la venta del libro, y que su autor no pudo disponer de un solo ejemplar que ofrecer a sus amigos. Y añaden los que me han servido de cronistas verbales de esta singular, aunque vulgarísima historia, que, después de la publicación de su libro, Teobaldo fue considerado por los grandes primates de la anarquía española —que también los tiene— como un correligionario díscolo, al que de cualquier manera era preciso aniquilar. ¿Que por qué? Ese secreto sólo lo poseen las águilas y los predecesores.

   Fue, en suma, un hombre de buena fe, aunque se dipute que vivió en el error. Pero mis simpatías alzan siempre su vuelo hacia las lontananzas del ensueño. La buena fe irrebatible de Nieva libra su memoria de todo veredicto de culpabilidad, y, además, le será perdonado mucho, porque había pensado mucho.

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Iluminaciones en la sombra. Ed Renacimiento. 1910

Teobaldo Nieva 1834 - 1894

 


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